Después de una cita desastrosa la noche anterior, aquella mañana salí de casa con la moral por los suelos. Mi nivel de autoestima había tocado fondo, tanto que llegué a sentir pena por mí, pero también asco: aborrecía mis andares, mis gestos; detestaba la cicatriz que cruzaba mi mejilla y el estúpido remolino que formaban mis cabellos en el flequillo; rechazaba mi cuerpo un tanto deforme, desproporcionado, y los gruesos cristales que intentaban corregir mi miopía; me desagradaba mi aspecto. En dos palabras: me odiaba.
Ya en la calle me crucé con un tipo que salía del gimnasio y deseé ser él, meterme en su cuerpo, para saber qué se sentía. De golpe, me vi envuelto en músculos, encerrado en un organismo que no me pertenecía, y me asusté. Me encontraba totalmente sometido a su voluntad. Aunque lo intenté en un par de ocasiones, aquel cuerpo no me obedecía: me había convertido en un simple parásito sin capacidad de acción. Como me molestaba estar empapado en sudor, cuando me crucé con aquella chica, risueña y sonriente, anhelé entrar en su interior, y al instante noté la presión de las medias en las piernas y un dulce sabor de carmín en los labios. Desgraciadamente, tampoco podía imponer mi voluntad a aquel cuerpo. Se acercó un joven mal afeitado, supongo que su novio, con la intención de besarla. Me estremecí –yo, no la chica- y por suerte pude adentrarme a tiempo en un abuelo que salía de tomar un café en el bar. Me sentí agotado, achacoso, y a través de sus ojos gastados pude intuir una pareja besándose al final de la calle. A la velocidad del anciano no hubiera llegado muy lejos así que decidí introducirme en el cuerpo de la señora que, apoyada en el alféizar de su ventana, escrutaba la calle con disimulo. Y desde allí contemplé cómo mi cuerpo, desubicado y vacío, se alejaba calle abajo hasta desaparecer por la esquina.
Desde entonces salto de cuerpo en cuerpo buscando el mío; incluso puede que haya utilizado el tuyo, como trampolín, en mi búsqueda desesperada. No me lo tengas en cuenta. Daría lo que fuera por volver a lucir mi cicatriz en la mejilla o por volver a pelearme frente al espejo con aquel gracioso flequillo arremolinado, que tanta personalidad me daba.
Tomado de Realidades para Lelos
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