Ni las drogas logran hacerme olvidar, sacarme de este pozo de muerte que los psiquiatras llaman depresión y tratan con pastillas.
Salgo del infierno de mi departamento, que revienta de mugre y soledad. Subo las escaleras. En un descanso, entre el cuarto y el quinto, sorprendo a una parejita.
—Ah, eras vos —se relaja el pibe.
La pendeja le murmura algo. Del piso de abajo llegan gritos y ruidos de platos rotos.
—Es mi hermano Ale y su mujer —dice el chico—. Me pidió que los dejáramos solos. Siempre lo mismo: primero se cagan a golpes y después cogen como degenerados.
El chico me pasa el porro. Le pego una larga pitada y se lo devuelvo.
—Tengo que seguir —les digo.
El chico me dice al oído:
—Mi novia anda con ganas de besarte. Tiene la lengua llena de piercings: te va a hacer flashear.
—Hagámoslo —digo.
Las fauces de la pendeja se abren hambrientas. Revuelve y revuelvo. Se desata un huracán. Pero no es la lengua con tachas la que me desgarra el corazón, sino la ausencia de una que jamás volverá a ser mía.
—¡Paren! —dice el pibe.
Me despego.
—Otro día probamos otra cosa —me dice la chica.
Sigo subiendo. Afuera, el estruendo de las armas y el ulular de los patrulleros interpretan el mismo réquiem de todas las noches.
A pasos del octavo, el riff de una guitarra eléctrica hace temblar el edificio. Truenan insultos y amenazas, y el estertor del último acorde deja aullando a los perros.
En el noveno la encuentro a Gladis, su lindo culito apoyado en la baranda de la escalera.
—Mamá está haciendo la calle —dice—. ¿Por qué no pasás?
Entramos. Las manos ansiosas de mi amiguita me desabrochan los pantalones. Se agacha y chupa. El cimbronazo estalla en la cara de Gladis, que alza la vista y dice:
—¡Te amo!
—No puedo… amar.
—Sí, ya sé. Es por esa que te cuerneó, ¿no?
—Tomá. Comprate algo sexy.
La azotea me recibe fresca y perfumada, como recién salida de un baño de sales. Me siento en la cornisa. Mis piernas cuelgan como tentáculos cansados. Yo estaba sentado en este mismo lugar cuando me dijiste que te irías con otro. Veo tus ojos aterrados reflejando mi odio. Veo tu aletear de pájaro ciego arrojado al abismo.
Gladis grita a mis espaldas. Viene a arrestarme la policía, dice, a arrestarme por asesino. En un segundo me convenzo: no hay peor condena que vivir recordándote en la cárcel.
“¡¡¡NOOOOOO!!!”, alcanzo a oír. Y salgo a perseguirte en el aire.
2 comentarios:
¡Un gran cuento, muy vívido y con palabras fuertes, nada de andarse con eufemismos inútiles!
Me gustó. Lo felicito Esteban.
Beto
Metal puro...una suma de imágenes,te pasean por un barrio que antes fue tuyo.Y al final un llanto detona tus venas heladas.
Muy bueno Tibis,emocionante.
Javi
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