Se abrió la puerta del local y el viejo Uhumel entró a la blopería, arrastrando su extremidad inferior izquierda. Helio advirtió que llevaba un ñuknac corto, que permitía que el marciano exhibiera sus pilosas patas marrones.
—Hola, don Uhumel, ¿qué anda necesitando?
—Una onza de eso que ustedes llaman pan miñón, no entiendo por qué no le dicen blopis a los blopis, como todo el mundo.
Helio, que dudaba de la solvencia del vetusto marciano, le contestó con su mejor sonrisa
—Recién se fía después de la oscuridad nocturna y los zapatec, en el horario de la segunda comida.
—Jer…jer… hoy ya cobré mis yonies, sólo tengo un problema —se defendió Uhumel.
Lo sabía, pensó Helio, pero curioso como todo terrícola, dijo: —Cuénteme, don Uhumel, ¿qué le pasa?
—Erpeginia, mi mujer, me arregló este ñuknac, que estaba roto, y como puede ver, tiene muchos llovol.
—¿Y cuál es el problema, entonces? ¿No sabe en cual llovol guardó sus yonies?
—Si, pero… ese es el problema.
—¿No le alcanzan?, no se preocupe. Le fío la diferencia, yo ya sé que usted es un buen cliente.
—No, es que… —dijo Uhumel, acongojado, mientras una lágrima verdosa, se deslizaba por la curtida piel que circundaba sus grandes ojos—, justo ese llovol lo dejó cosido y el doncor marciano es imposible de cortar.
—Hola, don Uhumel, ¿qué anda necesitando?
—Una onza de eso que ustedes llaman pan miñón, no entiendo por qué no le dicen blopis a los blopis, como todo el mundo.
Helio, que dudaba de la solvencia del vetusto marciano, le contestó con su mejor sonrisa
—Recién se fía después de la oscuridad nocturna y los zapatec, en el horario de la segunda comida.
—Jer…jer… hoy ya cobré mis yonies, sólo tengo un problema —se defendió Uhumel.
Lo sabía, pensó Helio, pero curioso como todo terrícola, dijo: —Cuénteme, don Uhumel, ¿qué le pasa?
—Erpeginia, mi mujer, me arregló este ñuknac, que estaba roto, y como puede ver, tiene muchos llovol.
—¿Y cuál es el problema, entonces? ¿No sabe en cual llovol guardó sus yonies?
—Si, pero… ese es el problema.
—¿No le alcanzan?, no se preocupe. Le fío la diferencia, yo ya sé que usted es un buen cliente.
—No, es que… —dijo Uhumel, acongojado, mientras una lágrima verdosa, se deslizaba por la curtida piel que circundaba sus grandes ojos—, justo ese llovol lo dejó cosido y el doncor marciano es imposible de cortar.
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