No voy a decir el nombre para no hacer propaganda negativa, pero todos saben de quién hablo. Para las fiestas nos recordaba a todos lo lejos que estábamos de los mandatos divinos, qué miserables eran nuestras vidas merced a la insistencia en revolcarnos en nuestras propias heces. El tradicional y encantador comentario estaba a su cargo, exactamente después del postre y antes del brindis. Festejar era sólo cuestión de prender velas para ocultar la oscuridad en que nos arrastrábamos. Redención era lo que no merecíamos por impenitentes. El perdón sólo se lograba humillándose, sin levantar la cabeza del suelo. La palabra "feliz" era un insulto en esta tierra de pesares y merecía culpa y castigo apenas se pensaba en ella.
Después de que murió lo más desagradable, más allá de toda duda, fue encontrar entre sus pertenencias un epitafio de sí mismo, escrito de puño y letra, donde nosotros, sin saberlo ni haberlo confesado, apreciábamos, sin preguntarnos nada, los momentos ingratos experimentados, como si su prioritaria misión en este mundo hubiera sido que le agradeciéramos las amarguras que nos dedicaba puntualmente. Me hubiera gustado sacarle una cuota de humor al espectáculo pero preferí escupir en el suelo para terminar de quitarme el regusto de tanta santurronería. Quemé el testamento, no tanto por rencor como por evitar vergüenza ajena y lo ofrecí en el altar del tiempo perdido. Un manto de piedad y un brindis para olvidar el olvido.
Cuando alguien sugirió que era dudoso su destino eterno, la que va a catecismo dijo: —Sólo puede estar en el cielo. ¿Dónde si no tienen paciencia infinita?
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