Yo vivía pleno, sin necesitar a nadie más, hasta el día que el humano llegó a Emzú. Cuando me vio, sus curiosos ojos, color cielo, se abrieron tan enormes como flores de iv.
Como tributo a su llegada, le ofrecí algunos frutos, pero él huyó. Ese día no lo ví más. La siguiente vez, al descubrirme, emitió sonidos que no pude traducir. Me retiré y él quedó librado a su tarea.
Me dediqué a espiarlo. Confieso que le tenía lástima: cuatro extremidades son muy pocas para cualquier criatura. Con las dos inferiores apenas se lograba mover, las superiores no le alcanzaban. Pero era ingenioso, se ayudaba con pinzas. Recogía muestras de rocas de ebonita y las guardaba en un bolsillo que colgaba de su cubierta exterior.
Cuando decidí dejarlo solo, él comenzó a perseguirme. Al principio, pensé que quería tomar una muestra de mi cuerpo, igual que hacía con la ebonita, pero si me cortan una extremidad tardan varios ciclos hasta que me crece otra. Ahora era yo quien lo rehuía. Pero el día que se acercó a mí agitando una de sus pinzas, comprendí. La gran pinza rugió y una ráfaga de fuego acarició mis escamas.
Fuego, ¡qué placer!, hacía tanto tiempo ya…
Era obvio: deseaba hacerme el amor. Excitado, me acerqué. Empezó a temblar. Temblaba tanto que tuve que prenderle fuego. Aullaba de placer, saltaba. Se revolcó en el suelo. Entonces lo abracé y ardimos los dos. Mis escamas se cayeron y apareció una nueva piel, en cambio cuando él perdió, en jirones, su corteza, sólo quedó una piel roja, hinchada. Había muerto.
Por eso viajé hasta Azor. Ya no puedo existir solo, necesito una mascota, eso sí, que no sea un humano, son muy difíciles de manejar.
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