domingo, 30 de mayo de 2010

Lapsus - Javier López


Estaba anocheciendo. Acababa de mirar el reloj digital del salpicadero de su coche: las seis y dos minutos. En ese mismo instante un intenso resplandor de luz blanca azulada lo cegó. Su vehículo se detuvo.

Algo iba a ocurrir, a partir de ese momento, que percibió como un inexplicable salto en el tiempo. Como si, en lo que dura un chasquido de dedos, hubiera pasado de estar instalado en el asiento de su automóvil, a ser conducido por una fuerza desconocida por los pasillos de lo que él diría que era una nave, sin estar en condiciones de precisar de qué naturaleza.
No tenía la sensación de que lo hubieran secuestrado, ni siquiera de que alguien se hubiera acercado cuando se detuvo su vehículo. Y sin embargo esa fuerza invisible lo estaba conduciendo hacia algún lugar, como si fuera escoltado y dirigido sin que mediara su voluntad.
La fuerza lo guió hacia una sala semiesférica acristalada, si a ese sólido transparente se le podía llamar cristal. Fue cuando se dio cuenta del mucho tiempo que debió haber transcurrido desde que su coche dejara de funcionar: el vehículo espacial —de eso ya no tenía dudas— estaba acercándose a la superficie rojiza, árida y pedregosa, de un planeta que no podía ser la Tierra. Y no por el paisaje, sino principalmente por el aspecto de aquella atmósfera de color anaranjado y luminosidad tenue.
La nave fue perdiendo altura y acercándose al suelo lentamente, sin emitir sonido alguno. Sobre el terreno se iba formando cada vez con más claridad la silueta de un enorme monolito negro de piedra basáltica. Segundos más tarde se hicieron visibles alrededor del monumento unas cuantas docenas de seres desnudos y de apariencia salvaje, aunque pronto pudo observar que parecían humanos actuales a los que se hubiera abandonado a su suerte y tuvieran un aspecto físico completamente descuidado.
Estaban exaltados y golpeaban en el suelo con palos. Aunque, a la distancia que estaba, aún no podía definir con seguridad lo que estaba viendo. Unos instantes después, comenzaron a utilizar aquellos utensilios para atacarse. Los individuos que aparentaban ser más fuertes y agresivos dirigían sus golpes contra los cráneos de los más débiles, hasta postrarlos en el suelo, malheridos o muertos. Cuando la nave por fin se posó, pudo ver con claridad que las armas que utilizaban no eran palos, sino huesos también de apariencia humana.
—Eso es lo que quedó de vosotros —oyó decir, como si resonara dentro su mente, a una voz sintética que parecía provenir de todas las partes de la sala—. Ahora tú y otros muchos ya lo habéis podido comprobar —continuó diciendo la misma voz en un tono que se sentía amenazador pero carente de cualquier emoción.

Despertó algo desorientado en el asiento de su coche, sin comprender bien qué hacía parado en el arcén de aquella carretera secundaria. La batería reaccionó al tercer intento de encendido. Miró el reloj del cuadro de mandos: las seis y tres minutos.
Pronto pudo continuar la marcha sin que se presentara ningún otro contratiempo.
Durante el trayecto fueron apareciendo, como flashes, extrañas imágenes en su mente. Por el momento no lograba identificarlas.

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