Tengo una amiga que le tenía miedo a las cucarachas. Una vez, estábamos en su casa festejando el cumpleaños y vio una en la pared. Le agarró una crisis nerviosa. Conozco a otras personas que le temen a los mimos y no las culpo. Cada uno sabe dónde depositar las propias frustraciones.
Yo le tengo miedo a los enanos y, con el tiempo, ese miedo fue ramificándose como la mala hierba que crece sobre el polvo de los desperdicios y la suciedad.
Los primeros días supuse que había adelgazado, la ropa me quedaba grande, pero ¿y los zapatos? Los zapatos me bailaban y cuando pude usar las camisetas como vestidos de noche lo tuve que aceptar: me había convertido en una enana. Lo curiosos es que mi marido parecía estar ajeno al hecho de que le llegara al ombligo. Me hice la idiota porque mientras él no se diera cuenta la cosa no estaría tan mal.
Cuando fui al especialista se lo dije de una, balanceando con nerviosismo las piernitas que me quedaban colgando de la silla: vengo porque desde hace un mes soy una enana. El doctor enrojeció, aguantó la risa que pudo y la otra me la escupió en la cara, sin filtros. Acepté las disculpas doblemente avergonzada cuando me dijo que lo había tomado por sorpresa. Después de medirme, pesarme y hacerme algunas preguntas de rigor no relacionadas al caso (como por ej. si fumo y de qué murieron mis padres) me pidió que me acostara en el diván y que lo esperara unos segundos.
No había terminado de acomodado cuando regresó con la máquina de torturas para encogimientos.
Si bien salgo llorando de la consulta todos los días, voy progresando. He ganado un par de centímetros, aunque si voy por la calle y me gritan “enana” me encojo lo que gané más algún que otro centímetro. El doctor dice que es normal y que no me desanime. Los agrandamientos llevan tiempo, especialmente cuando no hay una causa única que haya motivado la aparentemente abrupta reducción.
Sobre la autora: Samanta Ortega Ramos
Yo le tengo miedo a los enanos y, con el tiempo, ese miedo fue ramificándose como la mala hierba que crece sobre el polvo de los desperdicios y la suciedad.
Los primeros días supuse que había adelgazado, la ropa me quedaba grande, pero ¿y los zapatos? Los zapatos me bailaban y cuando pude usar las camisetas como vestidos de noche lo tuve que aceptar: me había convertido en una enana. Lo curiosos es que mi marido parecía estar ajeno al hecho de que le llegara al ombligo. Me hice la idiota porque mientras él no se diera cuenta la cosa no estaría tan mal.
Cuando fui al especialista se lo dije de una, balanceando con nerviosismo las piernitas que me quedaban colgando de la silla: vengo porque desde hace un mes soy una enana. El doctor enrojeció, aguantó la risa que pudo y la otra me la escupió en la cara, sin filtros. Acepté las disculpas doblemente avergonzada cuando me dijo que lo había tomado por sorpresa. Después de medirme, pesarme y hacerme algunas preguntas de rigor no relacionadas al caso (como por ej. si fumo y de qué murieron mis padres) me pidió que me acostara en el diván y que lo esperara unos segundos.
No había terminado de acomodado cuando regresó con la máquina de torturas para encogimientos.
Si bien salgo llorando de la consulta todos los días, voy progresando. He ganado un par de centímetros, aunque si voy por la calle y me gritan “enana” me encojo lo que gané más algún que otro centímetro. El doctor dice que es normal y que no me desanime. Los agrandamientos llevan tiempo, especialmente cuando no hay una causa única que haya motivado la aparentemente abrupta reducción.
Sobre la autora: Samanta Ortega Ramos
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