El psicoterapeuta me invitó a hablar, con voz calma y confiada. Yo lo hice:
—Me persiguen doctor. Me persiguen esos ojos.
—Cuéntemelo, desde el principio. Pero relájese, túmbese cómodo.
—Lleva varios días ocurriendo. Y ocurre desde que salgo de casa. Los veo en el espejo del ascensor, de ahí salen esos ojos que me miran como con rabia, como con odio, como con miedo. Y después ya están ahí todo el día. En el reflejo de los escaparates, en los cristales de los coches, en las chapas metálicas de las señales de tráfico. Esos ojos me observan todo el día, con su mirada amenazadora, como si anunciaran un mal augurio.
—¿Y no ha pensado que esos ojos no están en los espejos, ni en los escaparates, ni en los cristales de los coches, ni en las chapas metálicas de las señales, sino que son el reflejo de sus propios ojos?
—Claro que sí, doctor. Y precisamente es eso lo que me aterroriza.
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