Hoy he visitado la tumba de mi padre. En veinticinco años es la segunda vez que lo hago. La primera, fue un día del padre, dos años después de perderlo.
Aquel día lo planeé. Miré los papeles que tenía guardados mi madre. Entré en el cementerio, pregunté dónde estaba el módulo de San Casiano. Izquierda, columna uno, fila dos. Cuando llegué ante su lápida ni siquiera me impresioné. Iba acompañada y no soy amiga de exhibir mis sentimientos.
Hoy ni lo he pensado. Tenia cita con mi médico. Al salir, vi el cementerio a lo lejos. Mis pies me han llevado corriendo hasta los pies de su tumba.
Hoy no he preguntado ni me he perdido. He ido derechita, como cuando de pequeña, mi padre me llamaba con su potente silbido. Allí donde yo estuviera, mis pies se ponían en marcha hacia él, hacia sus brazos de padre, hacia sus besos de padre, hacia mi seguridad absoluta.
He limpiado su lápida con un pañuelo de papel. Con el mismo pañuelo he secado mis lágrimas. Tenía que hablar con él. Todos mis amigos me aconsejan, me dicen haz esto o aquello, es lo mejor. Pero yo necesito la opinión de mi padre. Yo no creo en Dios pero siempre he creído en mi padre.
He hablado con él. Se lo he contado todo. Veía su sonrisa a través de la piedra. No me ha juzgado. Me decía “Sé feliz, hija”. Hija…él siempre me llamaba así, no me decía niña, ni chiquilla, ni cariño. Me decía “Hija…”. Si le pedía consejo me decía “¿Qué quieres que te diga, hija?” Para decirme "Te quiero", me decía “Hija de mis entretelas…”
Al llegar a casa, he guardado el pañuelo en mi cajón. Polvo de su lápida y lágrimas de mis ojos. He escrito en un papel todo lo que nos hemos dicho hoy. Para no olvidarlo.
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