jueves, 8 de abril de 2010

Cartas mutantes - Héctor Ranea


—Le cuento. La carta me engañó. Envié una carta a una mujer que amo y esa carta llegó diferente. No puedo decir nada más.
—¿Cómo puede decir eso?
—Fácil. Tomo mi pluma de cuervo para escribir. La mojo en la tinta. En el papel que tengo preparado en mi pupitre comienzo a escribir.
—¿Usa pluma de cuervo para escribir?
—En efecto. Me la regaló un hermano que caza cuervos. Pero ésa es otra historia. El tema es que escribí en la carta:
Amada mía adorada.
Te escribo para que tengas una muestra de mi amor, aunque estemos lejanos uno del otro. Te amo con total locura y no entiendo cómo aún no he muerto desde que te vi por última vez.
Eso escribí
—Nada fuera de lo usual en un amante algo kitsch, como Usted.
—Celebro que Usted se de cuenta. Bueno. Mi amada no lo entendió así.
—¿Qué entendió ella?
—En realidad, me devolvió la carta manifestando, en esquela aparte, su enorme desilusión y descontento.
—A su amada no le gusta el kitsch, evidentemente.
—En realidad, dejó de ser mi amada y lo que me envió es esto. Fíjese Usted mismo, caballero.
—Leo:
Soberana cornuda mía (¡Epa! Se le fue la mano amigo)
Te escribo para que tengas una muestra de mi desprecio, porque aunque cuando estamos cerca te meto los cuernos cada vez que puedo, imagínate ahora que estás tan lejos. Estás tan completamente loca que no puedo tolerarte y me alegro que te hayas ido porque estás como muerta.
¡Caramba, don! No le puede decir estas cosas a una dama. Es de mal gusto y como estrategia le juro que no es nada convincente.
—¡Pero no se da cuenta de que yo escribí aquello otro! ¿Acaso Usted olvidó lo que acabo de leerle?
—Sí; recuerdo, claro. Pero quién me asegura que Usted no intercaló estas cartas.
—Fíjese en qué fecha las escribí.
—Ya había notado la coincidencia pero eso, repito, no me convence de nada.
—¡No es la carta que escribí! La carta se cambió espontáneamente o en el Correo existe algo que muta inadvertidamente las cartas. Es mi letra, sí; admito eso. Pero nadie ni nada me haría escribir esas barbaridades, falsas y ofensivas sin límite. Mucho más, tratándose de algo que escribí para mi amada.
—Pero comprenderá la debilidad de su argumento, señor.
—Comprendo, eso sí, que los del Correo no quieran hacerse cargo de esta mutación, pero le aseguro a Usted, Señor Director, que esa carta no es de mi autoría.
—Lo único que comprendo es que Usted está trastornado y que el hecho de que su prometida sea ahora mi prometida lo hace entrar en delirios de persecución. Mejor retírese como caballero de la lid que no supo defender como amante y todo el asunto será olvidado.
El pobre hombre se retiró de la oficina del Director de Correos. Pasados unos minutos se escucha una voz desde un armario.
—¿Está todo bien, Jefe?
—Mi plan, gracias a la brillante ejecución de Usted, fue perfectamente ejecutado. Ese pobre infeliz se suicidará y todo será olvidado y me caso con la viuda alegre.
Entonces el cuervo salió del armario, se acomodó las plumas y la que correspondía a ese escritor, pronto a fenecer, la puso en su petate y dijo, riendo entre picos.
—Tengo que arreglarla para la próxima carta mutante; esta caligrafía no me servirá más, entonces.
Al partir, como siempre, dejó un par de plumones blancuzcos en el piso. El Director protestó un poco:
—Se me está poniendo viejo el cuervo. Quién sabe con cuál otro podré reemplazarlo si se muere.

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