jueves, 11 de marzo de 2010

Oscilaciones - Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


El doctor Serrano tenía un carácter variable, era una especie de cefeida que oscilaba como la aguja de un metrónomo puesto a máxima velocidad. Y lo más sorprendente de esto es que el antropólogo disfrutaba su particularidad, aunque ante los ojos del mundo apareciera como una conducta autodestructiva. Claro, nadie se atrevía a decirle eso al buen doctor, ya que sus estallidos en fase eufórica eran temibles y no pocos dientes habían saltado de la boca, y no pocas costillas se habían fracturado cuando un imprudente osó hablar más de la cuenta. Tampoco era sensato contradecir a Serrano cuando estaba en fase depresiva, ya que ante la menor insinuación desdorosa para su condición sacaba un Smith & Wesson 44 y se metía el caño en la boca, mientras expresaba, con las dificultades inherentes a la situación:
—¿Ahí ‘e lo ‘an a ’a’me el ‘ujto?
Y los que no querían o no podían darle el gusto cedían de inmediato, no fuera cosa que los salpicaran la sangre y los sesos del occiso.
Todos los procedimientos imaginados para meter en caja al doctor Serrano se habían revelado infructuosos, aunque cada tanto aparecía algún audaz e irresponsable jovenzuelo montado en la certeza de que podría dar vuelta como un guante al doctor Serrano… e invariablemente fracasaba.
No obstante, un luminoso día de diciembre y mientras caminaba por la placita frente a la casa de la fuente, Serrano se encontró con Galileo Mitridate, un isleño de Chipre que huyó de la invasión nazi. Se pusieron a charlar sobre las ventajas de usar un péndulo para que la barba creciera pareja de los dos lados de la cara y Galileo sacó su péndulo de bolsillo para mostrarle al profesor cómo funcionaba. Al comenzar a hacerlo, notó que su amigo cambiaba de color ante cada oscilación. No se puso verde en un punto de retorno y naranja en el otro, pero su piel tomaba diferente coloración en cada vuelta. Se lo comentó, inocentemente, pero el otro, con una sonrisa malévola en el rostro, que se borraba al próximo balanceo, desenfundó la S & W y amenazó al chipriota salvajemente alterado.
—¿Con qué me amenaza, doctor? —dijo Mitridate, ofuscado.
—No es una amenaza, es una reacción alérgica.
—Sería la primera vez que una reacción alérgica afecta a terceros.
—No voy a matarlo, no es ésa mi intención. Sólo quiero prevenirlo sobre el uso de esa arma pendular que sujeta entre sus manos.
—¡Pero es un péndulo! ¿Cómo puede considerarlo un arma?
—Me está produciendo una oscilación de órganos internos y eso sólo lo logran las armas y los médicos cuando me sacuden para sacarme cosas que me trago.
—¿Qué cosas se traga? —inquirió el chipriota embarcado en un debate interesante y peligroso como ponerse un cañón de revólver en la boca.
—Sapos. Cantidad de sapos. Estoy podrido de comer, deglutir, devorar, masticar, engullir, tragar, zampar, consumir, pasar por mi gaznate, aguantar en el buche, digerir en la garganta, acumular en la muela esos bichos cantores y absurdamente anfibios.
—¿De dónde salen tantos sapos? Están en vías de extinción.
—¡Qué va! Mato con esta pistola ciento al día y siguen surgiendo, como ratas, cucarachas, lombrices, culebras ciegas, zancudos, mosquitos, liendres. Están en todos lados. Anoche maté cuatro y varias liendres con calibre 44.
—Perdóneme que le diga —dijo asustado Don Galileo— pero usted está alterado.
—Un día sí, otro día no. Oscilo con las esferas celestes.
—Las esferas de la armonía. El Universo.
—No. Las pastillas. Tomo pastillas para oscilar. Cuando estoy eufórico y debo tragarme un sapo recurro a la pastilla celeste que me deprime así me trago con más facilidad el sapo. Y viceversa. Cuando estoy deprimido y viene el sapo a deglutir, tomo otra que me pone eufórico.
—Suena ilógico —dijo el chipriota— acaba usted de contradecirse.
—Y usted de firmar su sentencia de muerte. —La sonrisa de Serrano ya era una mueca de asesino jalando de la cola del disparador.
—Usted aseguró que no me mataría —se quejó Galileo a punto de recibir la bala en la pineal.
—Eso lo dije en mi fase eufórica —rió Serrano.
Todos en la plaza se reunieron a curiosear sobre el muerto y así pudo escurrírseles el asesino. Todos no. Un niño se le acercó, le pidió el arma, cosa a la cual accedió Serrano sin chistar, y se la llevó a su casa.
Cuando sus parientes encontraron al doctor, inmóvil en una esquina cerca de la casa de la fuente, éste pareció haber llorado todo el día. Se desconocen los motivos.

Imagen: "Jungle on fire" de Abe Kohar Ibrahim (fragmento)

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