Esto pasó hace muchos años. En el 81 o el 82.
Mi amigo Julio sufría de locura, pero de esas locuras mansas que se esconden detrás de un rostro casi inmóvil: amable, mínima expresión, apenas un poco de extravío y de infierno en los ojos.
Algunas mujeres cuyo amor compartimos (sucesivamente, nunca al mismo tiempo, esas cosas entre amigos no pasan) decían que Julio era un hombre hermoso. No puedo dar fe de eso. Sólo sé que Julio era un buen tipo.
Descendiente de un caudillo federal asesinado a traición, Julio seguía buscando su precaria paz tratando de salvar el mundo mediante pequeñas aventuras que, para mí, eran al mismo tiempo absurdas y deliciosas. Por entonces vivía con una médica que lo atiborraba de pastillas (recuerdo los trápax, los alplax, los rivotriles, aunque tal vez en aquella época esos químicos se llamaban de otra manera) para poder encontrarlo manso por las noches.
De todas maneras, Julio se las arreglaba para meterse siempre en problemas, y para meterme en problemas a mí. Una madrugada, por ejemplo, la doctora tuvo que rescatarnos de la única comisaría de Madryn: habíamos salido a pegar afiches pro Partido Intransigente: éramos de esos troskos que soñábamos con hacerle entrismo a la clase media bienpensante: ilusos por breve tiempo. El Bisonte Oscar Alende nos había embrujado de alguna manera cuando anduvo por acá.
Otra época memorable de Julio (aunque tal vez todo pasaba al mismo tiempo) fue su pasión ecologista. Hicimos largas excursiones buscando pingüinos empetrolados. Hasta que encontramos uno.
Fue la primera vez que vi de cerca uno de estos bichos. Créase o no, los pingüinos no pían, ni graznan, ni hacen cocó: rebuznan. Como burros. A éste lo bautizamos Platero.
Platero no era ni manso ni peludo ni suave. Estaba muriéndose de nuestro veneno y estaba furioso: cuando Julio alargó la mano para agarrarlo del cogote, Platero cerró ese pico como tijera y le abrió la mano entre el pulgar y el índice. Yo me saqué la campera, la tiré encima del pajarraco y lo embolsé. Nos fuimos dejando un rastro de sangre, entre rebuznos asesinos.
Ya en la casa de la doctora, llenamos la pileta de lavar con agua y detergente y zampamos a Platero desde mi campera, que no sirvió más, al agua emburbujada. Increíblemente, parece que el baño le gustó. Julio ató, con su mano vendada precariamente, un pincel a un palo largo, me lo dio y yo me dediqué a fregar las costras negras que lo estaban matando. Platero empezó a ahuecar las duras plumas. Y en algún momento se dejó acariciar por la mano sana de Julio.
Esa noche la doctora nos encontró a los tres frente al fuego de la chimenea y escuchando canciones de Zitarrosa. Platero picoteaba mansamente unos de sus mejores zapatos de taco alto.
Con el correr de los días, Platero se fue pareciendo cada vez más a un cachorro mimoso: lo llamabas y venía. Se dejaba hacer aúpa. Y hasta le encantaba que le rascáramos las plumas suaves y blancas del pecho.
Había un solo problema: Platero no comía. Nos gastamos muchos de los pocos pesos que teníamos comprando kilos de cornalitos que se pudrían en un plato mientras ese pajarraco adorable se iba poniendo cada vez más flaco y mustio.
Gran desesperación. La doctora, Julio y yo agotamos todos los recursos, todos los manjares disponibles en la pescadería. Era inútil.
Había un solo problema: Platero no comía. Nos gastamos muchos de los pocos pesos que teníamos comprando kilos de cornalitos que se pudrían en un plato mientras ese pajarraco adorable se iba poniendo cada vez más flaco y mustio.
Gran desesperación. La doctora, Julio y yo agotamos todos los recursos, todos los manjares disponibles en la pescadería. Era inútil.
Una tarde de ésas me fui a pasear al muelle. En aquella época el agua de Madryn era transparente y estaba llena de cornalitos que no se dejaban pescar por mi medio mundo: los salvaba la transparencia.
Me detuve a mirar los reflejos plateados y felices del cardumen. De repente, apareció, veloz como una flecha, un pingüino. Los pingüinos son torpes en tierra, pero en el agua asombran con su ballet. Atacan al cardumen desde atrás. El cardumen, obediente al miedo, dispara hacia adelante, moviéndose en un cuerpo único. Casi único: alguno de los cornalitos, tal vez muy joven, tal vez muy viejo, se separa por pura desesperación: ése será comido. El pingüino se lo traga entero desde atrás, desde la cola.
Vi la misma operación masacre unas diez veces, hasta que entendí.
Casi corriendo compré medio kilo de cornalitos de camino a la casa de la doctora. Julio me abrió la puerta sin preguntar nada, como era su costumbre. Llamé a Platero, tomé un cornalito y le puse la aleta caudal frente a los ojos, de manera de que viera solamente un pequeño círculo plateado y jugoso atravesado por una línea de encaje transparente. El picotazo fue certero, limpio, hambriento. Mis dedos se salvaron por medio milímetro.
Platero se comió, de a uno, desde atrás, todos los cornalitos del medio kilo. Fuimos a comprar un kilo más.
Unos días después, la doctora, Julio y yo fuimos a soltar a un Platero gordo y mimoso en una playa tranquila. Platero dio unas vueltas, se dejó besar en la cabecita y después se fue.
Poco después se fue Julio. Alguien me dijo que ahora se está por jubilar como ingeniero o bioquímico en alguna provincia cuyana.
La doctora y yo (aunque a veces la soledad apretaba) nunca cruzamos el umbral de la puerta de su dormitorio o del mío. Nos hicimos buenos amigos. Después, por esas cosas de la vida, dejamos de vernos. A veces nos cruzamos en alguna calle y sonreímos.
Es que queríamos tanto a Julio.
Con autorización del autor http://bruno-dibenedetto.blogspot.com/
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