Tres ventanas luminosas donde el sol de verano entra a raudales; tres ventanas ovaladas, de simple diseño y con vista a la catedral de Saint John the Divine. El dormitorio le agrada. Sus manos recorren los muebles con un poco de timidez; qué blancas se ven en contraste con la madera oscura de la silla que ahora acaricia, quizás sin darse cuenta. Veo en sus ojos una pregunta y me adelanto para decirle que el dormitorio no es ruidoso, sólo el murmullo lejano de la calle, uno que otro bocinazo, música hindú del departamento de al lado, unos tintineos semejantes a una gota de agua cayendo sobre un tiesto vacío; no molestan, aquí no hay nada que moleste. Ella nuevamente me mira, se acerca a una de las ventanas tratando de ver los edificios contiguos. Abajo, en aquel cuadrado de cemento juegan los niños latinos, pero luego se aburren y se van al edificio abandonado. No temen a las siluetas que yo veo de noche y que aparecen en forma intermitente, como si la luz de un faro las iluminara.
—¿Este? —me pregunta, señalando el fondo azul.
—Este —respondo y luego le indico que el norte está detrás de ella.
Sonríe complacida, tendrá sol muchos meses, todas las mañanas de seis a doce, y los vidrios de la catedral en construcción brillando a lo lejos.
Es pequeña y delgada, la ropa que lleva le queda ancha, una camisa de hombre que no le alcanza a tapar las rodillas. Me da la impresión de que puede ser huérfana o una refugiada vietnamita; sólo con una de mis manos podría… su cuello de muñeca…, pero es estudiante y el dormitorio le agrada, lo toma inmediatamente; la refugiada saca de su bolso una chequera y con una resolución abismante se dispone a darme el adelanto y el mes de garantía.
—¿Mañana llegará?
—Sí.
—La esperaré aquí para ayudarla.
—Gracias.
Dos maletas, varias cajas de libros, un librero medianamente grande, plantas y un cuadro de Van Gogh, Bloeiende perzikboom, una mala reproducción para mi gusto. Se me olvida preguntarle de qué país viene, ¿Corea?, ¿Taiwán? No, no, ella hurga dentro de una de las cajas y saca un mapa viejo: Malasia.
El dormitorio ya le pertenece, lo ha impregnado de su aroma sencillo, mezcla de jabón y de crema C de Pond’s. Mi esposa se embetunaba todas las noches con esa crema, por eso reconozco el olor. Siempre tuve la sensación de que ella se divertía con su actuación de personaje Noh, deambulando con la cara blanca y diciendo “Om” para aliviar su espíritu. Hasta que la encerré en su propio ritual, del cual no pudo salir más.
Y ahora Angelina va y viene moviendo objetos, desempolvando sus helechos. Su llegada me inquieta; yo no tenía necesidad de compartir mi departamento con una extraña. Puedo imaginar esos encuentros en el baño y la leve discusión de “entre usted primero, yo esperaré”. Su naturalidad me altera, pero trato de sobreponerme a esta situación y la ayudo a ordenar sus libros de economía. Estoy tan cerca que podría besarla inmediatamente o apretarle un poco más el pañuelo que huele a las pescaderías de Kuala Lumpur, a aquellos peces degollados y sangrientos colgados de un alambre curvo.
—Ojalá le guste la cama, aquí dormía yo... no se sentirá incómoda por esto, ¿no es cierto?
No contesta, sólo murmura cosas pertenecientes a su mundo, al espacio que yo he invadido, parado frente a ella, esperando. Finge no oírme; es la muñeca de piezas fácilmente desmontables, sin articulaciones que molesten ni crujan; los brazos, el cuello ladeado de ángulos imprecisos, los ojos rasgados que apenas se mueven, estancados en un paisaje que desconozco. Ella entera es un meccano, un juego para armar y desarmar, lentamente y sin equivocaciones.
Prendo un cigarrillo y me confundo con el humo que yo mismo exhalo y que me envuelve y aprisiona. Busco maneras de entablar una conversación que la haga salir del pozo en que la he sumergido. La invito a conocer la catedral, la que ella ve desde la ventana, entre chimeneas y escaleras de incendio. Desde aquí está sólo a una cuadra y al llegar a la esquina la vista es admirable, piedra tallada, el gran vitral hecho rosa y los andamios que cubren su lado derecho. Bajando un poco por la Avenida Ámsterdam hay un café que vende pastelillos húngaros. Es ahí donde desayuno.
Pero Angelina no dice nada, sigue afanada en sus quehaceres de recién llegada, abriendo cajas, colgando ropa en ganchos, susurrando una melodía ininteligible, tratando de no oírme. Probablemente me teme, mi presencia de estatua la inhibe, por eso va de un lado a otro, casi sin respirar, con la sigilosidad de las muñecas. Sin embargo, podría sentir su piel erizada si me abalanzara sobre ella; alcanzaría a apoderarme de su terror cuando intentara abrirle las piernas y ella frenara mis manos con las suyas, muda y desesperada, hasta hacerla caer en ese estado cataléptico de los animales asustados.
Ha sido una larga mañana; cuando el sol se meta por el edificio de enfrente, el departamento quedará en penumbras; aquí la luz y la oscuridad son extremas. Vendrán sombras diferentes a incrustarse en las paredes y mi soledad crecerá junto a ellas hasta que emprendan el rumbo hacia otros lados. En esta ciudad todos se preocupan de tener algo de sol directo, aunque sólo algunos pueden disfrutar de este privilegio, como Angelina.
Cierro los ojos por un momento. Siento ese cansancio especial provocado por el silencio. Angelina se detiene y se recuesta sobre la cama.
—Venga —me dice sonriendo, mientras desanuda sus sandalias de cuero.
***
“La llegada de Angelina”, de Lilian Elphick, fue publicado en la antología Cuento aparte, Ediciones Cerro Huelén, Santiago de Chile, 1986; y en La última canción de Maggie Alcázar, Mosquito Comunicaciones, Santiago de Chile, 1990.
http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/lilian-elphick.html
1 comentario:
Buen relato, de todo mi gusto.
Felicitaciones
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