jueves, 25 de marzo de 2010

La carta - Andrés Terzaghi


Un periodista va a hacer un reportaje a un cementerio. Entra con una grabadora y por si ésta fallaba, con una libreta de anotaciones y lápiz.
Se detiene indeciso frente a una tumba cualquiera, la observa por un instante, sabe que sus preguntas jamás serán respondidas, pero también sabe que el pronóstico del tiempo en el noticiero en el cual trabaja ya ha errado sus cálculos más de una vez y, sin embargo, los televidentes le prestan su atención.
Añade una flor entre otras que coloreaban la gris piedra de la lápida. Su trabajo ahora le mostraba un verdadero desafío, insólito por cierto. El asunto es que su inclemente jefe, en vez de despedirlo por un grave desacierto cometido, le asignó esta imposible tarea. Si no la cumplía, quedaría sin trabajo.
El contrariado periodista, saludó respetuosamente dirigiéndose a la inaudita tumba y:
—¿Qué tiene que decir con respecto a su íntimo amigo?
Oyó cerca del lugar a un hombre que caminando en círculos hablaba solo y cabizbajo. Levantó súbitamente la mirada posándola en él. Se acercó caminando con expresión de curiosidad en su rostro.
—¿Qué le contestó?
—Nada, parece que no quiere hablar.
—Ajá. ¿Sabe por qué?
—Bueno, supongo que no tiene ánimos…
—Supone mal. Él es mudo. Se equivocó de muerto mi buen amigo.
—Entonces ¿con quién puedo hablar? Verá, necesito hacerle unas preguntas a algunos de aquí para el noticiero de la media noche.
—Mmmm…, no va a ser fácil señor.
—Dígame qué tengo que hacer.
—Primero tranquilícese. Recuerde, este es un lugar de silencio y descanso. La mayoría de ellos duermen profundamente y no lo atenderá ni por los siglos de los siglos. Otros están, pero en realidad no, se han ido muy lejos, lejísimo. Pero siempre hay uno o dos voluntariosos que no se resignan al descanso y se mantienen despiertos todo el tiempo que sea posible hasta que no lo resisten y deciden al fin apagarse.
—Bien. ¿Quiénes son ellos? ¿Adónde están?
—Tenemos que buscar arduamente. El cementerio es muy grande. Hay muertos por todas partes, su población creció cuando la otra hizo otro tanto.
—¿Por dónde empezamos?
—Usted sígame, yo me encargo. Le repito, no es fácil de encontrar uno disponible. Imagínese que usted ha muerto, es obvio que no tendría ganas de hablar con nadie.
—No importa. Es mi trabajo, no tengo otra cosa que hacer.
—Comprendo. También tuve que hacer cosas que no quería, y las hice; no me arrepiento, sin embargo, no las volvería a hacer, se lo juro. A ver, mientras buscamos, cuénteme qué desea saber.
—Cualquier cosa. Lo importante es poder hacerles unas preguntas, obtener las respuestas y volver a mi trabajo con el material. ¿Entiende?
—Si, claro. ¿Sufrió alguna pérdida recientemente? ¿Su mujer, su hijo, un amigo?
—Un amigo hace ya algunos años.
—¿Y cree que podría hablar con él? Es más fácil si el muerto lo conoce.
—Entiendo. Pero existe un problema.
—¿Cuál?
—Incineraron su cuerpo y arrojaron las cenizas al río. Tengo algunos parientes aquí. En vida los he visto una o dos veces y habré cruzado pocas palabras, nada trascendental.
—¡Chuik! No sirven. Es lo mismo que cualquier otro desconocido.
—Dígame ¿qué estaba haciendo antes de encontrarnos? Lo noté preocupado ¿me equivoco?
—Mi psiquiatra me dijo que sufro de una enfermedad desconocida. Según él, mi desorden de personalidad se debe a un severo trauma sepultado tan profundamente en mí, que solamente reconociendo estar enfermo de esta cosa, puedo sobrellevar mi desgraciada vida. Así que de vez en cuando vengo para aceptar mi destino. Este es un lugar tranquilo. Camino, hablo solo, pienso, contemplo a las palomas, los árboles, cómo el cielo perfila bóvedas, cruces y ángeles en el horizonte y cuando me encuentro a mí mismo, regreso a casa. El doctor me dijo que no es el sitio indicado para mí.
—Considero lo mismo, tiene razón. Acá encontrará tranquilidad y ningún pensamiento optimista.
—Al contrario. Día a día fui mejorando y el doctor aceptó frecuentes visitas como terapia complementaria. Gracias a esto he escuchado y visto cosas raras. En ocasiones oí a los muertos pensar en voz alta. Conversando con ellos pude avanzar positivamente sobre mi estado, tanto que no necesité más de las sesiones. ¡Qué me dice! Hace algunos años conocí a un muerto, afligido, hizo todo lo posible para ganarse mi confianza y compañía. Yo que apenas podía discernir entre la verdad y la locura. Tuve la suficiente lucidez como para asegurarme de que no era una alucinación producida por la enfermedad. El muerto siempre me esperaba ansioso a que regresara. Hablábamos durante horas de esto y lo otro, en fin, de cosas de la vida y la muerte. Le aseguro que es más sorprendente la vida que lo que está después de ésta.
—¡Que suerte! Al fin tengo a quien hacerle el reportaje.
—Perdone, no, no a él no. Le juré que no le diría a nadie sobre esto.
—Pero ¿por qué no? Es mi única oportunidad.
—No puedo, discúlpeme, lo juré, no puedo hacerlo.
—Por lo menos explíqueme por qué razón no quiere hablar con otro que no sea usted. ¿Cuál es el problema?
—Un día me pidió que consiguiese papel y lápiz. Corrí a buscar y regresé. Luego ordenó que tomara asiento junto a su tumba, quería estar seguro de que yo anotara cada una de sus palabras, y ahí estaba, solo, con un muerto, tomando el dictado de un cadáver. Aquí tiene una de sus tantas cartas, no sé a quién o quienes estarán dirigidas.
Me acomodé sobre la tumba y asombrado comencé a leer el amarillento papel. La carta estaba escrita con una trémula caligrafía, algo inquietante y perverso:
—Quien reciba este mensaje considérese muerto. El entregador de esta carta es un peligroso psicópata. Él le dará esta carta u otras que dicen lo mismo. Por su locura no puede razonar que estoy poniéndolo en aviso. Si puede huya de inmediato pero sin levantar sospecha. El loco criminal tiene en su poder un cuchillo con el cual ha hecho víctimas entre las cuales me encuentro ya consumado.
Lo miro. Está allí, quieto, de pie y sonriéndome. Lleva su mano a la espalda, a la altura de su cintura y extrae un cuchillo. Tengo miedo, mucho miedo…

3 comentarios:

Morales Juarez Diego Ademir dijo...

Muy bueno, realismo mágico y humor negro a partes iguales en un ejercicio de letras muy disfrutable.

Este pasaje me recordó la figura de Lovecraft (célebre paseante de camposantos):

"Este es un lugar tranquilo. Camino, hablo solo, pienso, contemplo a las palomas, los árboles, cómo el cielo perfila bóvedas, cruces y ángeles en el horizonte y cuando me encuentro a mi mismo, regreso a casa"

Gracias y felicidades

Ademir

María del Pilar dijo...

Muy buen cuento.

Ogui dijo...

Muy bueno!!!