Los operarios han pasado la noche en vela, silbando alegres melodías, mientras montaban el improvisado patíbulo al que ahora, irremediablemente, tengo que subir. Tampoco yo he podido pegar ojo aunque, como pueden comprender, por otras razones. Todos me dicen que no me preocupe, que la muerte así es instantánea, sin sufrimiento, que todo resulta tan rápido que casi ni te das cuenta. Pero sé que lo hacen únicamente para consolarme, porque ninguno de ellos se ha enfrentado todavía a una situación similar.
La plebe, que abarrota la plaza, grita como loca cuando subo por los chirriantes escalones de madera del patíbulo. Quieren sangre, muerte. Me tiemblan las piernas, pero no debo mostrar mi debilidad en este momento. Justo ahora es cuando debo exhibir mi valentía, mi orgullo. El juez lee de nuevo la sentencia condenatoria e indica con el pulgar hacia abajo que ha llegado la hora.
Bajo la palanca y la afilada hoja cae sobre el cuello del reo: su cabeza se separa del cuerpo y rueda hasta mis pies. Mis compañeros tenían razón. Ha sido tan rápido que, oculto tras la capucha negra, casi ni me he dado cuenta.
Tomado de Realidades para Lelos
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