Era joven y debía ser bastante nuevo en el cargo de “ser importante” porque no podía dejar de verse el regodeo que le producía en las comisuras que se enrulaban a ambos extremos de su cara. La entrevista había terminado pero el café –traído por una secretaria prudentemente hermosa– había llegado tarde y todavía estaba muy caliente para tomárselo de un trago. Permanecimos en silencio unos segundos. El hombre importante tomó su iPhone y escribió con mano diestra algo que por la expresión de su rostro parecía ser muy relevante.
Al finalizar levantó la vista y recordó que yo aún estaba allí.
—Estas cosas son muy útiles para tomar notas —dijo a manera de justificación—. Funcionan perfectamente como una libreta.
Para alguien como yo que carga con un anotador grasiento como si se tratara de una posesión valiosa, ver el costoso adminículo de piel siliconada y brillante que él menospreciaba con el mote de libreta me resultó divertido.
Él tanteó su pocillo pero todavía estaba demasiado caliente y lo dejó de inmediato. Para no quedarme mirándolo comencé a vagar mis ojos por el resto de la habitación. Todo parecía estar bajo control. Libros de fotógrafos y arquitectos famosos cuidadosamente ordenados en cubos de melamina. Un sillón Le Corbusier blanco aún virgen de trapo con limpiador cremoso. Unas cuantas fotos pequeñas se alineaban sobre el escritorio. En ellas se podía ver al hombre en distintas situaciones aisladas de lo que constituía su vida. O por lo menos de lo que él deseaba exponer de ella. En una de las imágenes se lo veía abrazado a otro hombre joven y parecían estar disfrutando de una felicidad aromática en un casino estrafalario de un país latinoamericano. En otra podía vérselo con cuatro o cinco personas más. Todos llevaban gafas de sol como si se tratara de un grupo de pop disfrutando de su día libre en un bar de NY. En la única fotografía que tenía marco de madera, se veía a una mujer mayor en buen estado físico que reía bajo un sombrero de ala ancha con las cataratas del Iguazú como fondo. Imaginé que podría tratarse de su madre.
Fue entonces que el iPhone sonó con un ring común de los que vienen por default en el aparato. El hombre observó el visor y una sonrisa se expandió de una sola pulida sobre sus dientes uniformes.
—¿Qué hacés? —dijo y me envió una recelosa mirada seguramente deseando que yo no estuviera allí para poder hablar más libremente.
Yo bajé la vista.
—Preparate. Se necesita más disciplina para aprender a perder que para ganar. Así que andá practicando —dijo y esforzó una risa—. Dale, reservo cancha para las cuatro del sábado. Abrazo.
Colgó y la sonrisa tonta que en uno perduraría por inercia en él se deshizo como si la hubiera desactivado apretando un botón.
Nuevamente caímos en un bache fuera del terso asfalto que proporciona la charla sin propósito. Yo apuré un sorbo de café y me quemé la punta de la lengua. Comenzaba a sentirme incómoda y deseaba irme.
—De a ratos se vuelve molesto —dijo de pronto como si hablara para sí mismo y abrió su densa barrera de pestañas—. Por más sensores que tengas encendidos nunca sabés quién se te acerca por predilección genuina o por un interés no menos real. Detectarlo se vuelve un trabajo realmente cansador, por lo que en un momento empezás a aplicar la misma falsa cercanía para todo el mundo.
Pronunció estas palabras como si diseccionara de manera aséptica un insecto sobre una bandeja de plata. Su rictus continuaba sin sobresaltos. No había en su rostro emociones perturbadoras de las que suelen enredarse entre las cejas y que poco a poco o de un solo golpe fruncen por peso propio cualquier ceño.
¿Por qué me lo había confesado? Ya fuera porque yo no pertenecía ni remotamente al juego de ajedrez que él estaba habituado a practicar contra otros o simplemente porque necesitaba expresarlo en ese momento y en ese lugar aunque se encontrara frente a la rana René. Eso no podía saberlo.
Pero de alguna manera consiguió despertar mi empatía. Yo también sentía que por ciertas disfuncionalidades de mi propia personalidad jamás había podido conectarme con la gente y él que había construído un éxito que se levantaba sobre una colina como una mansión enorme que podía ser vista a veinte cuadras a la redonda, necesitaba tener permanentemente abierto un foso lleno de cocodrilos a su alrededor.
Si se lo consideraba un poco resultaba gracioso. Estábamos parados involuntariamente en extremos opuestos de un mismo juego y sufríamos con una idéntica ansiedad. Él por ser perfectamente sociable y yo por ser imperfectamente ermitaña. Si encima alejábamos un poco más la cámara, podía verse que por algún motivo más grande y desconocido, las dos piezas que éramos habíamos sido colocadas frente a frente durante un breve lapso que en realidad no debería haber existido. En esa habitación extraída del grotesco calor del verano, donde el aire acondicionado reinaba en su propio clima impecable y fresco, dos pocillos de café a destiempo habían generado una paradoja.
El golpecito seco de la loza sobre el plato me sacó de mis disquisiciones. El hombre importante había terminado su café y me dirigía una mirada inequívoca.
Me apuré a beber el mío, tomé mi bolso y me despedí.
Cuando la pesada puerta se cerraba a mis espaldas escuché nuevamente el sonido desnudo de su iPhone.
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