Bajo temprano a las Ramblas y elijo un buen sitio. Me pongo la camiseta de rayas horizontales, blancas y negras, el ridículo sombrero que encontré ayer tirado en el portal, la nariz de payaso y, con la cara pintada de blanco, simulo estirar una cuerda. Para calentar, porque todavía no pasea nadie.
Se acercan los primeros turistas y finjo, con hábiles movimientos previamente ensayados frente al espejo, estar encerrado en una caja de cristal. Mis manos se detienen en el momento preciso: delante, a los lados, atrás, encima de mi cabeza, creando la ilusión óptica de un cubo ficticio. Y las monedas empiezan a caer en la lata. La gente forma un círculo a mi alrededor, cada vez más pequeño, y por precaución, intento coger el bote, ya medio lleno, para dejarlo en un lugar más próximo, más seguro, pero mis dedos topan con algo que me impide agarrar la recaudación. Me sorprendo, y eso a los turistas parece hacerles gracia, a decir por la cantidad de monedas que arrojan entre risas y flashes. Muevo el brazo hacia atrás y se detiene, brusco, en el aire, pese a mi esfuerzo por traspasar esa barrera invisible. En el intento por encontrar un hueco, mis manos tropiezan una y otra vez ―a los lados, sobre mí, delante― con la pared inexistente, con el cubo infranqueable. Grito pidiendo ayuda, pero los turistas no me entienden, o sencillamente no me oyen, tal vez el tabique insonorice, y señalándome e imitando mis gestos de desesperación, me fotografían a la vez que lanzan unas últimas monedas sobre el bote ya repleto.
Al fin, cuando anochece, se marchan y me dejan aquí, encerrado en mi ilusión, sin poder traspasar el tabique que me separa de todas esas brillantes monedas, fruto de mi perfecta actuación.
Se acercan los primeros turistas y finjo, con hábiles movimientos previamente ensayados frente al espejo, estar encerrado en una caja de cristal. Mis manos se detienen en el momento preciso: delante, a los lados, atrás, encima de mi cabeza, creando la ilusión óptica de un cubo ficticio. Y las monedas empiezan a caer en la lata. La gente forma un círculo a mi alrededor, cada vez más pequeño, y por precaución, intento coger el bote, ya medio lleno, para dejarlo en un lugar más próximo, más seguro, pero mis dedos topan con algo que me impide agarrar la recaudación. Me sorprendo, y eso a los turistas parece hacerles gracia, a decir por la cantidad de monedas que arrojan entre risas y flashes. Muevo el brazo hacia atrás y se detiene, brusco, en el aire, pese a mi esfuerzo por traspasar esa barrera invisible. En el intento por encontrar un hueco, mis manos tropiezan una y otra vez ―a los lados, sobre mí, delante― con la pared inexistente, con el cubo infranqueable. Grito pidiendo ayuda, pero los turistas no me entienden, o sencillamente no me oyen, tal vez el tabique insonorice, y señalándome e imitando mis gestos de desesperación, me fotografían a la vez que lanzan unas últimas monedas sobre el bote ya repleto.
Al fin, cuando anochece, se marchan y me dejan aquí, encerrado en mi ilusión, sin poder traspasar el tabique que me separa de todas esas brillantes monedas, fruto de mi perfecta actuación.
Tomado de Realidades para Lelos
4 comentarios:
Brillante!
Ingenioso y espectacular el efecto conseguido, casi me vi encerrado con el pobre payaso... jeje
Muy bueno.
Un saludo indio
Gracias, Ogui. Si quieres más, pásate por mi blog. Un saludo.
No Comments, muchas gracias. Es uno de mis textos favoritos. Tu ya sabes dónde encontrarme. Saludos.
Grandes aplausos!!
¿Echo algo al bote?
Saludos!!
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