lunes, 8 de febrero de 2010

Enfrente - Salvador Mira


Había acompañado a mi abuela a uno de esos entierros de familiares lejanos que yo no conozco hasta que me dicen que se han muerto ("sí, el tío Augusto, ¿no te acuerdas") y que se producen con una frecuencia de 2-3 al año en mi caso, que tengo una serie de tíos y primos de edad avanzada bastante numerosa, y una abuela a la que le gusta ir de luto a llorar por personas que no ve desde hace 40 años. Así que la dejé con la comitiva fúnebre y me fui a dar un paseo por el cementerio, aprovechando la soleada mañana de domingo que había salido.
Hay gente que los cementerios (igual que los hospitales) le producen mal cuerpo. A mí no, por pocos sitios uno puede pasear más tranquilo. ¿Macabro? Bueno, a lo que iba, estaba yo paseando cuando me encontré a un tipo que iba estudiando nichos y lápidas o algo así. Cuando sintió mi presencia, se sintió ruborizado, y empezó a explicarme torpemente:
- Verá, yo... es que estoy buscando una lápida, ¿sabe?... no, una lápida no... un nicho, ¿entiende?... Es para enterrar a mi madre...
- Vaya, ¿ha muerto su madre? Lo siento mucho...
- No, no, mi madre está viva (y que dios guarde muchos años), pero es que mi padre está enterrado aquí (señaló una lápida) y yo quiero que mi madre esté enfrente de él. No al lado, no, enfrente, porque mis padres incluso dejaron de dormir juntos hace mucho tiempo, porque a mi madre lo que realmente le gustaba no era estar a su lado, sino enfrente, para observarlo.
Lo dejé allí con sus cavilaciones un poco sorprendido. ¿Mirar a su padre? ¿Estando muerta y metida en una caja de madera? Hay veces que es mejor no discutir demasiado estas cosas, y menos en un cementerio, así que me largué a recoger a mi abuela, que seguía con la llorera, y que me dio el viaje recordando lo flamenco que era el tío Augusto de joven.
Como suele ser habitual, a los 4 meses se murió otro primo, o tío, o lo que fuera, y como de costumbre me tocó ser a mí quien llevara a la abuela. Aquel no era un día tan soleado, de hecho el otoño estaba siendo bastante fresco, y corría el viento arrastrando hojas y levantando polvareda. Pero huí, como suelo hacer, me fui a pasear y me volví a encontrar al mismo tipo. Estaba hablando con el enterrador. Yo hice como que no lo reconocía, pero él no tardó en acercarse a mí, con una falsa (o no) alegría, como quien ve a un viejo amigo.
- Hombre, me alegro de verle.
- Ah, perdone, no lo había reconocido, ¿ya encontró el lugar adecuado para enterrar a su madre?
- Bueno, lo encontré y lo reservé, pero ahora he venido a decirle al enterrador que ya no importa.
- ¿Y eso?
- Pues que mi madre, que es diabética, se ha quedado ciega. Entonces, no podrá ver a mi padre, ¿qué importa que la enterremos allí o no?
Me marché de allí completamente indignado.

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