lunes, 8 de febrero de 2010

El reencuentro - Eduardo Poggi


Me bajé del auto y entré en ese lugar desconocido, casa o sala o galería o lo que fuera.
Del techado colgaban enredaderas repletas de flores acampanadas, algunas de un intenso azul violáceo con el borde redondeado, otras de un púrpura muy oscuras que escondía el azul. Y otras salpicaban pequeñas cantidades de amarillo anaranjado que hacían resaltar aún más el conjunto. Todas tenían algo en común: o su forma acampanada o su color degradado a medida que se acercaban al tallo, o el color blanco cuando entraban en contacto con él, o el rojo incluido en ellas.
Al frente de ese lugar, había un fuerte resplandor de un sol que lastimaba la vista. Sus rayos se filtraban entre las enredaderas que componían el techo. Las campanillas bailaban por la brisa, y los colores jugaban entre las sombras despidiendo un aroma agradable y extraño.
De aquellos pétalos surgían acordes simulando los bronces de las puertas de entrada, formaban una suave melodía que hacía agradable la estadía. Entre las enredaderas distinguía el aletear de mariposas multicolores haciendo equilibrio en la brisa.
En un ángulo de ese lugar vi una sombra en contraluz. Le sonreí sin saber quién era. Me acerqué más. Al mismo tiempo lleno de congoja y de felicidad, vi que sus labios devolvían mi sonrisa. Mi esposa Lety me miraba con cariño, y atiné a levantar el brazo buscando cortar una campanilla azul violáceo para colocarla en su cabello. Pero desapareció entre mis dedos. En mi mano quedó un jugo pastoso de la flor marchita o de la flor pintada. Entonces vi a Lety bajando su cabeza, señalando el piso cubierto de campanillas caídas. Una alfombra de flores nos rodeaba.
Lety hizo un gesto con su brazo. Apuntaba el dedo índice hacia uno de los lados. Miré y vi dos figuras caminando por la alfombra de colores. Se pararon más allá de las enredaderas. Las corrieron y entraron a ese lugar extraño, con sus pies salpicados por el jugo pastoso de las flores marchitas o de las flores pintadas.
Se acercaron despacio, con movimiento rítmico, como en cámara lenta. Eran mi amigo Gustavo y su esposa Daniela. El azar hizo que nuestras vidas volvieran a cruzarse; hacía más de treinta años que no nos veíamos. Dudamos en saludarnos, pero finalmente nos dimos un abrazo y terminamos los cuatro sentados y charlando como si pudiéramos resumir en ese rato casi la mitad de nuestra vida. Rehusábamos hablar de aquellas circunstancias que nos separaron a las que me referiré más adelante.
—Estás viejo —me dijo Gustavo mientras seseaba al hablar por faltarle algunos de sus dientes.
—Estamos —le dije—, los años no pasaron en vano, y dejaron sus huellas.
Huellas que mostró levantando sus brazos y haciendo manitas con los ocho dedos que le quedaban. Era carpintero, y aquella vez la mano caprichosa se fue debajo de la sierra que le amputó la mitad del índice y pulgar derecho.
La conversación se parecía a esas que habíamos escuchado de nuestros mayores antes de interrumpir la amistad. A mi sordera derecha, consecuencia de un síndrome vertiginoso, él le opuso la suya por calcificación de los huesos del oído interno.
—Ves, fijate los audífonos que tengo en las orejas —y mostraba ambos lados de la cara.
—No, la mía es permanente porque el nervio auditivo está muerto —le explicaba.
Recuerdos, opiniones, vacaciones, hijos. Casi una vida.
No nos fue posible recuperar en esas seis horas los treinta años de amistad perdidos. Ni el esfuerzo que hice para resumir conceptos, ni el empeño que Gustavo puso para dar inútiles detalles, sirvieron para salvar lo pasado. Treinta años sin hablar ni vernos por una idiotez a la que me iba a referir, pero de tan poca importancia que no vale la pena perder tiempo en describirla.
Sin embargo teníamos una nueva oportunidad. Y ahí estábamos, cruzándonos en el camino.
—¿Y tus hijos? —pregunté.
—Allí están, esperando en el auto. —Los míos también aguardaban.
Gustavo los recordaba mejor. Él había convivido más que yo con los suyos.
—Este lugar es extraño y placentero —se me ocurrió explicar —. Es la primera vez que Lety y yo bajamos.
Al decir esto, me confundí recordando que... Mi pensamiento lo interrumpió Gustavo al comentar que ellos recién llegaban cuando nos encontramos. Y recordé la figura de Lety señalando la entrada de Gustavo y Daniela y... Las cosas no encajaban, estaban desfasadas en el tiempo. Yo había entrado con Lety y la encontré enfrente de mí. Me convencí que todo era producto de la emoción.
Gustavo y yo decidimos recorrer ese lugar místico. Nuestros pasos quedaban marcados en las flores marchitas o las flores pintadas esparcidas por el suelo. Y sin embargo, al caminar, no se escuchaba sonido. Sólo los eternos acordes que surgían de las flores.
Me sorprendió el comentario de Gustavo.
—¡Qué lástima que no sea verdad lo que vivimos!
No entendí muy bien lo que quiso decir. Me miré en el brillo espejado de las flores y me vi pálido. No sé si porque estaba pálido o por la palidez de la luz que ahora nos rodeaba.
—Parece que estamos en la Luna —dijo Lety pegando un salto y quedando suspendida en el aire por un lapso tras el cual cayó sobre el jugo pastoso de las flores—. Fue como flotar —explicó, relatando la experiencia de su salto.
Al disiparse la nube de ese lugar —casa o sala o galería o lo que fuera—, se llevó el jugo pastoso de las flores marchitas o de las flores pintadas.
Y todo quedó sumergido en el más profundo silencio.
—Nosotros vamos de vacaciones a la costa —le dije a Gustavo.
—Nosotros volvemos —me respondió él.
Tuvimos la suerte de cruzarnos en la ruta.
Y nuestros hijos aguardaban el retiro de los hierros retorcidos.

Eduardo Poggi

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