lunes, 14 de diciembre de 2009

Bombos como corazones asustados - Eduardo Betas



A Vladimir se le murió la patria cuando él estaba lejos. Salió de Veselde, Ucrania una mañana gris de 1990 sin saber que ese día iba a ser la última vez que besaría en los labios a su mujer, Luba. No sabía aún que el amor y la alegría se le iban a deshacer en ese viaje. Porque Luba, que quiere decir amor en ruso, no iba a soportar más de un año y medio la distancia. Y él iba a tardar muchos años más en volver a pisar las calles donde creció y fue feliz, en Veselde que en ruso quiere decir alegría.

Vladimir, marino de los siete mares, subió a ese barco como tantas veces lo había hecho, para procurar el sustento de su familia. Se empapó, como siempre, del calorcito del abrazo de Sergei, su hijo, de nueve años de edad que quedó también allí, en la patria muerta. Por eso él se acostumbró a llevarlos en la memoria a pesar de que con el tiempo y el traqueteo por las calles de Buenos Aires ese recuerdo se le iba desflecando hasta quedar hecho tiritas.

Vladimir tirita aún cuando no hace frío. Es diciembre y una sensación rara se percibe en el aire. Han pasado diez años ya que llegó en aquel barco antes que su país se deshiciera en la historia y lo dejara abandonado, a la deriva. Se acostumbró entonces a vivir como naufrago en Buenos Aires buscando el mejor lugar de la calle para dormir.

Se aprendió de memoria el lenguaje burocrático de la oficina de Migraciones donde fue cientos de veces en busca de algún papel que diga que es alguien en el mundo. Y ese día de diciembre siente que puede ser el día que lo consiga. Por eso abandona los cartones que lo cobijaron por la noche y se alisa la ropa. Mira una y otra vez el papelito de Migraciones y se pone en camino con la misma esperanza de quien va a nacer de vuelta. Porque se sabe cerca de que empiecen a tratarlo como un inmigrante y no como un refugiado. Por más que la tristeza, que él espanta con risas sabias de buen ruso, no conoce de diccionarios y pinta de exilio cualquier ausencia.

Pero ese día amanece raro. La gente corre de un lado a otro y no con esa prisa de hacer trámites a lo loco. Es algo distinto. Vladimir siente el aire cargado de presagios y por eso invoca el nombre de su hijo para no tener miedo. Sobre todo cuando ve esos carros de policía que cruzan las calles con sus sirenas rabiosas.

De todas maneras, él no se detiene. Ni siquiera cuando comienza a escuchar esos bombos que laten como corazones asustados. Ni aún cuando ve la Plaza de Mayo llena de un humo que hace llorar... Vladimir sacude su papelito con la cita de Migraciones y pregunta qué sucede. Pero nadie le responde. Ni siquiera cuando se mete en esa multitud desesperada, que se aprietan entre sí para sentirse más fuertes ante los policías que ya han sacado sus largos palos, con los que se dan golpecitos en las manos como para calentarlos.

—Hoy es mi día —llega a gritar mientras agita el papelito. —Está bien, viejo. Feliz cumpleaños y cállate que estos nos van a cagar a palos... —le responde un morocho grandote. Vladimir intenta salir de la multitud para seguir su camino. Pero todo está cortado con vallas, con banderas, con policías o con gente. Arremete entonces contra alguna de esas barreras y le muestra a la policía su papelito. Pero nada. Rebota contra el escudo plástico del uniformado y sólo recibe silencio.

Y la saca barata porque del otro lado de la Plaza ya empezaron a pegar. Y él, allí, con su papelito, apretado contra la valla metálica no sabe cómo expresar su impotencia en español y por eso grita una y otra vez: Berlín, el muro murió y regresa caminando hacia los cartones donde durmió la noche anterior. En su cabeza iba a seguir rebotando por muchos días más esos bombos, como corazones asustados...





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