Mi madre siempre fue una mujer sumisa, respetuosa acérrima de los dictámenes de mi padre. Llegaba a tal punto su docilidad, que era capaz de soportar la soledad de las noches en que su marido salía de juerga con amigos y con amigas, y que regresaba con olor alcohol, varios miles de pesos menos en los bolsillos, y el perfume barato de Ella; siempre Ella. Aunque, en realidad, la mansedumbre era la forma que tomaba su resistencia ante la inseguridad, no tanto de su futuro, sino del de sus tres hijos varones. ¿Qué iba a ser una mujer que no pasó del tercer grado, criando sola a los frutos de su vientre?
Pero un día, pasados los años y consciente del apoyo filial, arrinconó al rey de mi padre y el juego se terminó. Recuerdo aquella tarde gris de la mudanza, las gargantas de todos anudadas por el llanto, y el camión alejándose del chalet de dos pisos, y en mi madre ese brillo especial en los ojos que contemplaban el inicio de una nueva vida. No sólo había ganado el juego, también había pateado y pisoteado el tablero.
Ahora tiene novio, sonríe, parece más joven que durante las décadas junto a mi padre. Está feliz. Sin embargo, aterra un poco la distancia que ha tomado de la otra madre que yo conocí, la sumisa, pero, también, la que daba todo por sus hijos. Una pequeña incomodidad se deposita en mi pecho cuando la veo partir los sábados por la tarde para regresar recién los lunes en la madrugada. A veces pienso y dudo que ésta sea mi madre, y hasta tengo el temor de encontrar algún día, en algún pedazo de tierra de las doce hectáreas donde está el chalet de mi infancia, los restos inertes de mi verdadera y única mamá.
Pero un día, pasados los años y consciente del apoyo filial, arrinconó al rey de mi padre y el juego se terminó. Recuerdo aquella tarde gris de la mudanza, las gargantas de todos anudadas por el llanto, y el camión alejándose del chalet de dos pisos, y en mi madre ese brillo especial en los ojos que contemplaban el inicio de una nueva vida. No sólo había ganado el juego, también había pateado y pisoteado el tablero.
Ahora tiene novio, sonríe, parece más joven que durante las décadas junto a mi padre. Está feliz. Sin embargo, aterra un poco la distancia que ha tomado de la otra madre que yo conocí, la sumisa, pero, también, la que daba todo por sus hijos. Una pequeña incomodidad se deposita en mi pecho cuando la veo partir los sábados por la tarde para regresar recién los lunes en la madrugada. A veces pienso y dudo que ésta sea mi madre, y hasta tengo el temor de encontrar algún día, en algún pedazo de tierra de las doce hectáreas donde está el chalet de mi infancia, los restos inertes de mi verdadera y única mamá.
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