miércoles, 12 de agosto de 2009

Un día casi perfecto - Saurio


Mañanitud de tormenta inminente en el centenario parque y todo el olor de agua y eucaliptos llegando en ráfagas intermitentes, como ataques de buenaventura en un páramo de somnoliento aburrimiento y uno cumpliendo el deber de dejar que el tiempo pase sólo porque los relojes indican que aún no es hora y entonces dedicarse a observar como peces, caracoles o quizás simplemente la podredumbre del fondo burbujean la superficie del estanque ondulando en círculos concéntricos, como recordatorio natural de la condición cíclica del presente cuando nada pasa.
Y cuando ya todo es trance dirigir la mirada a unas rocas colocadas en el medio de este gran charco verde y artificial para darnos una idea de islismos jardineriles de planificada urbanización sobre la cual un bichofeo busca rapaz una presa que, al parecer, escasea ya que el negriamarillo pájaro se mantiene inmóvil en su puesto, sólo girando ocasionalmente la cabeza para recibir la escasa brisa plomiza que desde todos los ángulos trae los innumerables ladridos de las jaurías de facto que genera la porteña costumbre de los paseadores múltiples, ocultas algunas de la vista por los árboles y la distancia y otras perceptibles apenas por obra y gracia de la rutina que nos hace invisible lo cotidiano y repetido.
Permanecer en este vacío constante flotando amniótico mientras se toma conciencia involuntaria de cuanto sonido nos rodea en el silencio y que de existir un infierno se parecería más a ésto que a un conglomerado de cavernas en llamas, que no hay peor castigo que esta inmensa quietud de gente que pasa mañanera pateando la basura del domingo anterior, lentos hasta decir basta, atravesando la humedad que si bien no mata jode hasta la nausea.
Y todo podría quedar así sumido en este eterno presente de brisas, ladridos y burbujas en el que ya no importa que el reloj marque el momento de la partida pues en realidad nunca se han movido las agujas y todo es una ilusión pero quiere la entropía que los ciclos del eterno retorno se transformen en espirales y por eso hace entrar a un aprendiz de saltimbanqui tambaleandose sobre zancos como una grulla en alto grado de ebriedad pero con la certeza que en esta quietud espesa la probabilidad de escollos es mínima y controlable, por lo que el futuro funámbulo comienza a tomar mayor confianza en el uso de sus largas prótesis y se anima a realizar proezas hasta ayer impensables no sabiendo o no notando que es esta feliz ingenuidad e ignorancia la que lo lleva a acercarse quizás demasiado a la desgracia encarnada en un grupo de perros que retozan por allí mientras que su líder se fuma algo tras de un árbol varios metros más allá.
Entonces ver al infortunado muchacho iniciar una extraña y arrítmica danza entre los efusivos canes quienes se desgañitan en bienvenirlo en ronda con su acostumbrada sutileza de ladridos y saltos y lengüetazos hasta que logran que la física pueda más que la voluntad humana y no se hace esperar más una caída que merecería más y mejores espectadores que los pocos y aburridos condenados caminantes del parque y el pobre acróbata no tiene más remedio que aceptar como un triste remplazo de los aplausos ausentes al frío y húmedo contacto de quince hocicos que se pelean por olisquearle la entrepierna con una insistencia digna de mejores causas.

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