Benjamín tenía el sorprendente don de estar siempre en el lugar adecuado en el momento preciso. Olfateaba accidentes de tránsito como quien encuentra almejas en la playa, y cuando la prudencia de los automovilistas ocasionaba una merma de siniestros, se daba una vuelta por la guardia de los hospitales públicos. ¿El objetivo? Lo diré con una sola palabra: memoria; Benjamín se hacía con la memoria de los que la perdían. Los golpes en la cabeza eran una fuente de suministro casi perfecta y nunca falta una esposa despechada, un taxista furioso o un acreedor sin esperanzas de cobrar que, golpe en la cabeza mediante, desparrame la memoria del más pintado. Pero ¿qué hacía Benjamín con las memorias? ¿Acaso es posible hacerse con una memoria ajena, una memoria extraviada, y utilizarla como propia? Seguro que sí, pero eso no es todo. El mayor talento de Benjamín no era hacerse con las memorias sino buscar en ellas las combinaciones de las cajas de seguridad, los números de teléfono de las amantes secretas, las vergüenzas ocultas de la familia, las fórmulas para convertir en manjares la basura y la chatarra en oro. Gracias a eso amasó una interesante fortuna, y otra más vendiendo las memorias, ya despojadas de sus partes más suculentas, en el mercado secundario; nunca falta el que compra los descartes. Todo salía a pedir de boca para Benjamín… hasta que un día la suerte dio una vuelta en el aire, giró ciento ochenta grados y la memoria que obtuvo en un accidente de tránsito entre un Porsche y una ambulancia fue la de un represor que, hasta el momento de la desgracia, recordaba hasta el mínimo detalle todas y cada una de las “operaciones” que había realizado. Por la mente de Benjamín desfilaron plantones, submarinos y picanas; torturas físicas y psicológicas, golpes, vejaciones, incertidumbre, muerte… Puede decirse que el pobre Benjamín murió de sobredosis.
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