El teléfono suena.
Lo imagino en el césped. Lautaro no está a la vista. Sólo el celular, tirado, rodeado por las llamas.
Por alguna razón me parece irreal, demasiado de película.
Así que el teléfono vuelve a sonar y ahora lo veo sobre una mesita de luz, en la penumbra. En ese momento lo pienso: ojalá esté muerto.
Me asusto de haberlo pensado. ¿Cómo puede ser, con el pánico a perderlo siempre presente, que vaya a pensar eso?
Pero es así. La idea de la tragedia es más tranquilizadora que la otra. Alguna herida grave, algo que le deje una marca. Algo que me sirva.
Sacudo la cabeza y vuelvo a poner el tubo en la oreja. Aún suena. Quizá está en el bolsillo del pantalón. Imagino el cuerpo tirado. Pero sólo la mitad. No sé por qué. El cuadro mental deja a fuera el torso y la cabeza.
Llama otra vez. Ahora el pantalón está solo, vacío, doblado en una silla. No, no. Está al pie de una cama, oscura, teñido todo de luz roja. El celular suena, perdido en el bolsillo, y no hay una mano (desnuda o vestida) que se estire para alcanzarlo.
Está muy ocupado. Es lo que dice el contestador que me va a atender en unos segundos. “En este momento estoy muy ocupado. Dejame tu mensaje y te llamo.” Odio de memoria esas dos frases.
Así que corto y vuelvo a mirar el noticiero, donde los bomberos intentan en vano apagar el monstruoso esqueleto de metal en llamas, el pájaro que nunca llegó a levantar vuelo y terminó por incrustarse en el driving de la asociación de golf, el mismo donde él dice jugar cada jueves. Doscientos muertos, cincuenta heridos dice el cronista. Y con angustia y esperanza aguardo el momento en que aparezcan los nombres. El suyo.
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