Llenó un vaso con las dos terceras partes de ron, el otro tercio de agua, dos cucharas de azúcar, perfumó con menta fresca, unas gotas de angostura y puso hielo, mucho hielo y agregó, ya que limón no tenía, unas gotas de un licor de limón que una amiga le había regalado. Mientras bebía el mojito especial puso en el tocadiscos el Réquiem de Mozart. Bebió con demasiada rapidez y ya en el Kyrie estaba como olvidada de qué tenía que hacer.
Su fuerza de voluntad la impulsó, sin embargo, para aprovechar esa oportuna soledad que había encontrado tan súbitamente. Se levantó y fue a la cocina, un poco borracha, pero casi feliz. Antes de poner todo en orden para cocinar su plato favorito (¿también el de él?) se preparó otro mojito pero sin limón, con menos agua, más alcohólico que el anterior, total, tenía ya preparado el medallón de lomo y las verduras que harían el contorno. Puso la plancha a calentar mientras ordenaba la cocina.
El gato le pidió entrar. Le abrió la puerta, lo acarició. Una belleza ese pelo de otoño, tan suave. Estaba un poco frío. Las noches de otoño son frescas, pensó. Verificó que la plancha estuviera bien caliente, como él siempre dice que tiene que ser. Puso a asar la carne y las verduras, perfumadas con menta, como el mojito. Como no veía bien después de tanto alcohol, se quemó un poco la yema de los dedos pulgar e índice de la zurda dando vueltas las verduras mientras se asaba la carne. Un buen churrasco de lomo en una costra de pimientas en las que había ardido por horas en la heladera. Una maravilla. El aroma era delicioso. Las pimientas hacían oler a pubis recién lavado y a limones extraños. Las verduras exudaban una leche que las dejaba tiernas y Mozart contribuía al clima general del espíritu ascendiendo. Dio vueltas las verduras, rotó el churrasco para que los rombos decoraran el plato y se sirvió un poco de ron puro, apenas perfumado por el remanente de menta. Vigiló la plancha para que nada estuviese fuera de punto. Agregó un ajo antes de dar la vuelta al churrasco para dar un condimento especial y cuando parecía todo listo, arrojó algo de ron que se inflamó.
Preparó su plato para servirlo. Le gustaba ser prolija. Puso primero las verduras en el plato, mientras apagaba la hornalla y dejaba unos segundos más la carne (que de todas maneras le gustaba cruda) y adornó todo con romero, mientras buscaba la pinza para poner la carne en el plato.
Ya al prepararse el primer mojito había abierto la botella de vino para que adquiriera todos los sabores que parecía que tenía que tener. Se sirvió una copa al terminar de asar la carne. Lo olfateó mientras iba hacia la mesa. Estaba en su momento más especial, el vino. Hacía juego con ella.
Se sentó frente al plato cuando estaba por terminar el Kyrie, pero había programado al tocadiscos para que repitiera así que, poco después de sentarse a comer, escuchó de nuevo esas palabras de súplica. Comió con serenidad, con el cuchillo de él, afilado como una navaja, encontrando en cada mordisco una palabra, un adjetivo (siempre dijo que los argentinos no podrían hablar de no ser por los adjetivos) y bebiendo de a sorbos como para bajar toda la botella o lo máximo que pudiera de ella en el menor tiempo posible.
A esa altura de los acontecimientos el mojito ni siquiera era un recuerdo y el lomo con tres mordiscos se enfriaba en el plato mientras ella escribía en un papel las palabras finales del Kyrie. Se fue a la habitación con la botella colgando de su mano. Él estaba tan muerto como lo había dejado, con la amante aún abrazada a su cuello y las puñaladas enrojecidas de sangre violeta. Los miró casi sin comprender. En un arranque de voluntad manejada por los mojitos, con el cuchillo se cortó estúpidamente la garganta y su sangre acompañó el canto del Kyrie, se arrepintió un segundo después.
A la mañana siguiente encontraron tres cadáveres y un bife de lomo a la pimienta frío apenas comido mientras sonaba por vez mil treinta el Kyrie. Dales la luz.
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