Herencia - Mónica Sánchez Escuer
Esa noche, tu reloj de pulsera se detuvo justo en el momento en que entraste a la vecindad. Antes de dármelo, lo miraste: 7:15 p.m. Sabías que a esas horas el hombre, tu hombre, al que nunca quise llamar padre, estaría ya borracho. Y sí, lo estaba. Desde el patio se escuchaban los gemidos. Al subir, lo vimos golpear la puerta con los puños, como si en la madera estuviera estampada la imagen del zurdo ése que le tumbó de un trancazo los dientes y su título de peso gallo. Tú te quedaste en la escalera para mirarlo trastabillar, sonrojarse, maldecirte. Sonreías: quizá pensabas que terminaría demasiado cansado para echársete encima. Yo, con mis seis años, parada detrás de ti, no entendía tu pequeña venganza.
El hombre seguía gritando mientras, a sus espaldas, jugabas con las llaves. Sabías que él no venía por ti, sólo por su asquerosa dentadura con incrustaciones de brillantes y oro que desgranaba a cambio de los tragos. Mucho tiempo después entendí por qué dejabas el vaso con sus falsos colmillos muy cerca de la ventana y te divertía verlo arañar el vidrio, implorándote. Pero esa noche, él rompió el cristal de un puñetazo y con torpes movimientos trató de recuperar su orgullo bucal. Lo único que obtuvo fueron vidrios incrustados en el brazo.
Tú lo viste caer, manchar con su sangre el desgastado “bienvenidos” del tapete. Lo oíste gemir y, sin mirarlo más, brincaste su cuerpo y entraste a la casa. Yo me quedé quieta, mirando cómo sacabas la dentadura del vaso y metías algo de ropa en una bolsa.
Nos mudamos lejos. Otras casas, otros pueblos, otros hombres no borraron la memoria de los golpes. ¿Cómo podía olvidar si a donde quiera que íbamos llevabas entre tu ropa los malditos dientes? Yo sabía que no valían mucho —ni siquiera creo que alcancen para pagar tu entierro— pero tú te empeñabas en guardarlos: Son tu herencia, me decías.
Ahora que leo el improvisado testamento que me dejaste en una hoja de libreta, junto a la dentadura, al fin comprendo que te fueron útiles: “No los vendas, enséñalos a todos tus hombres y nunca nadie te hará daño”.
Tomado de: http://monicaescuer.blogspot.com/
Ilustración: Nubes, Héctor Ranea
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