sábado, 13 de junio de 2009

Diarrea de esporas - Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—Ochenta vírgenes en pelota y ninguna con una flor en el ojete —dijo el enorme Blogb’r desilusionado—. Si estuvieran mis primos los Globahr seguro que se molestarían.
Berinchov, el checheno, recuperado de su fase porcina, lo miraba azorado. Toda la nave se había convertido en un ir y venir de clones de Samantha en pelotas y el Blobg’r recitaba un poema de otra parte de la galaxia.
—No es mi costumbre ser educado —comenzó el checheno tratando de dialogar con el inmenso ser venido de vaya uno a saber dónde— pero me hincha el huevo que me queda que un globo de diálogo de una historieta me venga a filosofar en medio de este caos.
Ante el inusual uso de más de diez palabras sin improperios, José Vicente, el skipper, se dio vuelta sorprendido y comentó por sobre el hombro con el Venerable Salemo:
—Parece que en esta versión el checheno vino suavizado. ¿Qué corno le puso al caldo de clonación, Salemo?
—Nada —dijo Salemo riendo por lo bajo, sabiendo que la cerveza agria de Tangeria no era la mejor manera de conservar el ADN—. Nada —repitió—. Serán los muones de beta Ortis, la nova que pasamos hace cien minutos.
El skipper tenía dudas acerca de la falaz afirmación de Salemo. Sabía que había estado ingiriendo notables porciones de cerveza de Tangeria con patatas crudas de Siberia y eso podría haber desmejorado su venerabilidad. Pero también tenía el primer tomo de cuarenta sobre la nueva religión y la forma de cultivar tomates en balcones y descartó la idea de que su Sacerdote Maximus estuviera del tomate.
Mientras tanto, la discusión entre el checheno y el Blogb’r seguía por carriles harto normales para los estándares del checheno. En eso, se escuchó al inmenso ser describir a sus primos, los Globahr, seres un tanto inmundos que tenían un ADN casi humano, salvo por el gen del apetito sexual triplicado. A lo que debía sumarse la desventaja evolutiva de haber crecido menos en estatura y más en sexo y otra más, la peor de todas, que no tenían muchas hembras a disposición, por lo que habían desarrollado el extraordinario olfato que los hizo famosos en varias galaxias aledañas. Podían oler una molécula de progesterona por pársec cúbico y desarrollaban velocidades próximas a las de la luz para lanzarse en su búsqueda.
El problema era que Salemo, en su etílica jornada de clonación religiosa, había creado clones de hembras Globahr, lo que presagiaba una lluvia seminal de esos seres de un momento al otro, o viceversa. El skipper, que estaba al tanto, cuidaba a sus hombres para que no fueran confundidos por los seres archisexuados.
—¡Encima que tengo todas esas vírgenes, los marineros azules y a Berinchev medio en pedo, usted, Salemo, y su puta manía de innovar, me hace hembras Globahr! Diga que es Sumo Sacerdote, si no, lo mandaba a bañarse en hormonas femeninas para que lo ajusticien los peludos esos.
El checheno estaba perdiendo la paciencia con el Blogb’r. Lo estaba mandando dulcemente a la mierda cuando se le escapó un bofetón semántico:
—¡Por qué carajo no desaparece!
El Blogb’r, que era muy obediente a su pesar, perdió aire en medio de un flato gigantesco que estremeció la nave, se hizo diminuto como un garbanzo de Sidón, metió su diminuta probóscide en su microscópico ano, succionó y se desvaneció en sí mismo. La sorpresa fue general. El skipper no podía creer lo que había logrado el checheno, aunque en su infancia había visto submarinos amarillos.
—En verdad, checheno de mierda, el tipo olía a mil demonios, pero era el único en toda la galaxia capaz de frenar a los Globahr. ¡Ahora sí que la cagó en toda la línea!
—No sabía que me iba a obedecer así, de una —se disculpó insólitamente el checheno.
Salemo, quien aún se mantenía en pie pese a la dosis extrafuerte de pannabis con cerveza, dijo
—¡No problem! Me hago un clon con estos pelos que dejó tirados el inmundo ser.
—Apúrese don Salemo —suplicó el skipper.
Salemo se puso a mirar la película donde, en medio de las vírgenes que corrían como tontas y locas, el Blogb’r se expresaba con toda su blogbah’ridad. Esa película, gracias a que tenía olores y sabores, le permitiría sacar una copia fiel, y de ella dependía el viaje a través del agujero de gusano para llegar a Marte antes de la inauguración del prostíbulo ecuménico pastoral.
Pero no todas podían ser buenas. En ese mismo momento irrumpió en la cinta el super héroe paranoide, el mismísimo Carlos Yeti.
—¿De dónde salió ese? —exclamó Salemo arremangándose para salir a pelear.
—Mi ser extranjero —devolvió el checheno encogiéndose de hombros.
—¿Y usted? —Salemo miró al rabino Löw de hito en hito.
—No es kosher; no apruebo.
—Entonces el culpable es usted —dijo Salemo apuntando al skipper. José Vicente apretó los dientes comos si Salemo fuera un infractor de tránsito que trata de no pagar la multa. Pero al cabo de diez segundos se rehizo y respondió.
—Diarrea.
—¿Qué dice?
—Sé que Carlos Yeti fue concebido por una diarrea de esporas escupidas por el Eje Fibrilar del Corazón Cuántico. Y no me pregunte qué es eso porque no lo sé.
—¿No es humano? —Salemo se mordió una uña.
—Es como Súper Man: tiene súper poderes porque su mundo original no es la Tierra.
—Pero si salió en la película —dijo Fernández que a esta altura de la serie merece una segunda oportunidad— es porque está en alguna parte de la nave.
—Y si Carlos Yeti está en alguna parte de la nave —acotó el rabino—, estamos perdidos.
—No contaban con mi astucia —dijo Carlos Yeti saliendo de una tobera.
—No, no contábamos —suspiró el skipper, imaginando lo que seguiría. El skipper, no ustedes ni nosotros. En especial nosotros, que no tenemos la más puta idea de cómo sigue esto. Pero por ahora se suspende.

(Los cuentos anteriores de esta serie pueden leerse en este mismo blog:

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