miércoles, 21 de enero de 2009

Asesinato en el agujero de gusano - Héctor Ranea y Sergio Gaut vel Hartman


Cabizbajo, Farández se preguntaba cuándo la NAVS empezaría a afinarse lo suficiente como para encajar en el agujero de gusano. Se sabe que estos organismos zoológicos del espacio son más pequeños que el núcleo de un átomo. Y por ahí no pasaba la chica ni por puñetas.
El inefable checheno, adivinándole los pensamientos como siempre, le dijo:
—Oiga, Ferández, no se ponga así hombre, seré lo que sea, pero interpreto mapas estelares. A este agujero le hicieron un tratamiento en forma y con un toque de “enes” la NAVS pasará de una. El asunto es si el rabino Löw sabe cómo volver las cosas al tamaño original, porque si las chicas regresan a Marte convertidas en saetas (o peor, agujas) nadie va a pagar un bradbury por sus servicios, lo cual hará fracasar esta misión tanto como si nos convirtiéramos en partículas elementales.
—Nunca más sabio lo suyo —dijo el skipper—. Parece que el flato de aquel agujero negro le acomodó las neuronas.
El checheno refunfuñó algo pero no abandonó su partida de ajedrez virtual.
—Si el teólogo se despertara… —murmuró Farández.
—¿Para qué lo quiere despierto? —dijo el skipper que tenía el oído aún más afinado que Samantha el cuerpo—. Los teólogos, son como angelitos cuando duermen la mona; mírelo.
Ferández lo miró y le pareció cualquier cosa menos un angelito. Con buena voluntad se parecía al Baco de Velásquez. Pero no tuvo tiempo de profundizar porque el cocinero llegó a la carrera, agitado y rubicundo, lamentándose haber hecho poca paella, lo que había provocado que algunos oficiales hubieran dejado de jugar al tute para morder las nalgas de las pupilas. —¡Es hora de empezar las maniobras de atraque en el borde del agujero de gusano! —Y ni hablar del procedimiento de penetración —añadió el skipper.
A todos les había pasado inadvertido el rabino Löw, que paseaba por el puente sin que nadie le pidiera el pasaporte. Una leve sonrisa, como corresponde a un rabino, le surcaba los labios. Al fin su fórmula se haría universal. Era cierto que Ferández había localizado la puerta hacia Marte, pero su mente de científico formado en la universidad de espaciopuerto Madero y puesto ahí por el azar del black jack, no hubiera bastado para lograr lo que la nave estaba intentando: hacer historia.
—¿Se puede saber —acotó Berinchev cuando tomó en cuenta los dichos del cocinero— por qué el cocinero es el único que se preocupa por la aproximación al agujero de gusano? Quiero que la plana mayor se junte para deglutir la nueva versión de la paella y discutir los detalles de la reducción.
—¿En ese orden? —dijo el skipper.
—¿No sería prudente —preguntó a su vez Ferández— devolver a Samantha a su forma original y que se baile algo en el caño de verificación axial? 
La segunda oficial se negó a lo segundo aduciendo, como siempre, degeneración de género. 
—¿Cómo haremos —dijo el skipper— para que la pupila vuelva a ser lo que era, en vez de esa saeta rubia que flota como un cabello en la atmósfera artificial del comedor de la NAVS?
El lingüista aportó lo que sabía, inspirado por el rabino, que a esta altura se había clavado varios vasos de agua de Valencia y ya le hacía compañía al teólogo. 
—Probemos devolviéndole la “n” a Ferández.
—¡No! —exclamó el epistemólogo checheno—. ¡Doblemos la apuesta!
Fue así que la saeta rubia tuvo que volver a pasar por la penosa introducción de la segunda “n” de Ferández que la entregó con las manos temblorosas, aunque corresponde consignar que en esta oportunidad no fue necesario poner a la chica, tan fina, con su culo en pompa.
Y despertaron al famoso rabino de Praga para que se encargara de ejecutar la tarea.
—¿Qué les dije?
—¿Qué nos dijo? —exclamaron a coro, azorados, los tripulantes de la Arthur C. Clarke.
—Reordenando las letras de Samantha, y agregando las dos “enes”, obtenemos el número cabalístico perfecto, la chica puede redimir sus pecados y ser admitida en la colectividad.
—¿No es como forzar un poco las cosas? —dijo tímidamente el sufrido Ferádez.
—¿Antisemita? —El rabino contempló al asistente del profesor con unos ojos que parecían dos varenikes.
—¡Para nada! Me crié en Ville Crespo, me gusta el guefilte fish y mi primera novia se llamaba Sarita.
Conmovido, el rabino escribió “Fernández” en la frente del muchacho y le devolvió el alma. Pero esa es otra historia.

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