La casa de la colina parece frágil para soportar los embates de este viento; sin embargo es muy antigua. Está de cara al mar, rodeada por hierbas ondulantes que se atreven a llegar hasta el borde mismo de los acantilados. Detrás, un horizonte liso y curvo; nada más.
Este lugar no tiene nombre. En mi soledad, un temor indefinido se agita deliciosamente bajo la manta con que me cubro hasta la cabeza, mientras me acurruco en un sillón destartalado. Ahora no hay nada más importante que su textura, y el calor que me mantiene viva.
Cierro los ojos con fuerza. En mi ceguera voluntaria, presiento la última luz del atardecer.
Las sombras que llegan arrastrándose sobre el suelo irán transformándose en dedos oscuros que trepan por las paredes, para luego deshacerse y desaparecer, ya que son fugitivas por naturaleza.
En la habitación, un espejo vacío refleja el infinito. En su centro, sólo está la casa de la colina, que tanto temo y tanto deseo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario