El joven entra al café. Parece nervioso. Sus ojos recorren el lugar, hasta que sonríe falsamente y saluda a alguien. Se dirige a la mesa donde lo espera un gordo cincuentón de cara apacible.
—¿Y bien? —dice el muchacho, luego de hablar unas pocas nimiedades—. ¿Lo pensó mejor?
El otro termina de masticar un trozo de sándwich y después bebe un trago de gaseosa. Se limpia los labios con la servilleta de papel y escruta, sereno, a su interlocutor.
—Sí, lo pensé.
—¿Entonces?
—No puedo darte el papel.
—¿Por qué? ¿Soy tan mal actor, acaso? —replica. Su voz parece a punto de quebrarse.
—No, Joaquín. En realidad eres muy bueno, de los mejores que he visto en mi vida. Pero ya sabes, la industria no es lo que antes. Quise hacerme el innovador hace un par de años, trabajando con humanos, y la película fue un fracaso, no le gustó a nadie.
—A mí me gustó.
—¡No mientas! —grita el director—. Lo dices porque eres actor. Ustedes son los únicos a quienes, supuestamente, les agradó la película. Pero lo dicen porque tienen un interés creado.
—De esta manera mi profesión está muerta…
—Tampoco hay que ser tan pesimista. Por ahora podríamos decir que sí; más adelante, no sabemos —Se inclina hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa—. Nadie puede negar que los androides son mejores que los humanos para esto.
Joaquín no dice nada. Sólo se limita a mirar a otro lado, meneando la cabeza.
—Ellos anhelan más que nada, más que nosotros mismos, ser hombres y mujeres —continua el director—. Viven imitándonos. No desean más que tener un nombre propio, que los reconozcamos como iguales y no como simples máquinas. Los focos revolucionarios de hace una década tuvieron su origen en este sentimiento, Joaquín. Entonces descubrimos que, si bien esto era muy peligroso, podría explotarse en el cine. Porque frente a las cámaras ellos no actúan, sino que creen ser esos hombres, hacen suyas esas vidas. No pasa lo mismo con ustedes; se nota que fingen. Las máquinas han hecho esto muy evidente para el público, que antes no lo percibía. Por eso ahora las prefiere. Y nosotros también.
—Claro, es mucho más económico para ustedes.
—Es cierto. Pero la verdadera razón es la otra, y lo sabes.
El joven está mucho más nervioso ahora. Aprieta con fuerza una servilleta. Sus manos tiemblan levemente; se cubre el rostro con ellas. El otro frunce el ceño.
—¿Joaquín? ¿Estás bien?
No responde. El temblequeo de sus manos ya es más evidente.
—Joaquín, ¿qué te…?
El director no consigue terminar la frase. El muchacho, en un santiamén, se pone de pie, extrae de su campera una navaja y la hunde en la garganta del gordo, cuyos ojos están abiertos a más no poder. Cuando el joven retira el puñal, la herida escupe un chorro de sangre que tiñe el mantel, el sándwich, su ropa. El cuerpo sin vida se derrumba. Alguien grita alrededor, otro pide por la policía. Joaquín sólo se limita a levantar la silla que se cayó en la brusca maniobra, y vuelve a sentarse, relajado.
Entonces, la magia se rompe.
—¡Corten! ¡Muy bien, muchachos! Esta toma queda —dice un hombre, detrás de cámaras, levantándose de su silla.
En el estudio resuenan aplausos y gritos de algarabía.
—¿Qué hacemos con “el director”? —pregunta alguien.
—Repárenlo, que nos queda filmar una escena con él.
Poco a poco las luces se van apagando. Los asistentes comienzan a limpiar el lugar. El director, el real, se acerca a la mesa.
—Siempre te basta con una única toma. Estuviste muy bien, RA-6121 —dice, y le palmea el pecho manchado de rojo.
—Joaquín —responde, con el rostro inexpresivo—. Mi nombre es Joaquín.
—Sí…, como quieras… —Se da vuelta y hace señas a un asistente.
El otro, contrae las cejas y frunce los labios. Aferra con fuerza el puñal que aún sostiene. La espalda del director está a su merced, a escasos centímetros. Sólo debe estirar el brazo, nada más. Pero entonces recibe una orden que no puede ignorar.
Impotente, antes de perder la conciencia, RA-6121 consigue ver al asistente, tan disciplinado, tan servil, y, entre sus manos, el maldito control remoto.
—¿Y bien? —dice el muchacho, luego de hablar unas pocas nimiedades—. ¿Lo pensó mejor?
El otro termina de masticar un trozo de sándwich y después bebe un trago de gaseosa. Se limpia los labios con la servilleta de papel y escruta, sereno, a su interlocutor.
—Sí, lo pensé.
—¿Entonces?
—No puedo darte el papel.
—¿Por qué? ¿Soy tan mal actor, acaso? —replica. Su voz parece a punto de quebrarse.
—No, Joaquín. En realidad eres muy bueno, de los mejores que he visto en mi vida. Pero ya sabes, la industria no es lo que antes. Quise hacerme el innovador hace un par de años, trabajando con humanos, y la película fue un fracaso, no le gustó a nadie.
—A mí me gustó.
—¡No mientas! —grita el director—. Lo dices porque eres actor. Ustedes son los únicos a quienes, supuestamente, les agradó la película. Pero lo dicen porque tienen un interés creado.
—De esta manera mi profesión está muerta…
—Tampoco hay que ser tan pesimista. Por ahora podríamos decir que sí; más adelante, no sabemos —Se inclina hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa—. Nadie puede negar que los androides son mejores que los humanos para esto.
Joaquín no dice nada. Sólo se limita a mirar a otro lado, meneando la cabeza.
—Ellos anhelan más que nada, más que nosotros mismos, ser hombres y mujeres —continua el director—. Viven imitándonos. No desean más que tener un nombre propio, que los reconozcamos como iguales y no como simples máquinas. Los focos revolucionarios de hace una década tuvieron su origen en este sentimiento, Joaquín. Entonces descubrimos que, si bien esto era muy peligroso, podría explotarse en el cine. Porque frente a las cámaras ellos no actúan, sino que creen ser esos hombres, hacen suyas esas vidas. No pasa lo mismo con ustedes; se nota que fingen. Las máquinas han hecho esto muy evidente para el público, que antes no lo percibía. Por eso ahora las prefiere. Y nosotros también.
—Claro, es mucho más económico para ustedes.
—Es cierto. Pero la verdadera razón es la otra, y lo sabes.
El joven está mucho más nervioso ahora. Aprieta con fuerza una servilleta. Sus manos tiemblan levemente; se cubre el rostro con ellas. El otro frunce el ceño.
—¿Joaquín? ¿Estás bien?
No responde. El temblequeo de sus manos ya es más evidente.
—Joaquín, ¿qué te…?
El director no consigue terminar la frase. El muchacho, en un santiamén, se pone de pie, extrae de su campera una navaja y la hunde en la garganta del gordo, cuyos ojos están abiertos a más no poder. Cuando el joven retira el puñal, la herida escupe un chorro de sangre que tiñe el mantel, el sándwich, su ropa. El cuerpo sin vida se derrumba. Alguien grita alrededor, otro pide por la policía. Joaquín sólo se limita a levantar la silla que se cayó en la brusca maniobra, y vuelve a sentarse, relajado.
Entonces, la magia se rompe.
—¡Corten! ¡Muy bien, muchachos! Esta toma queda —dice un hombre, detrás de cámaras, levantándose de su silla.
En el estudio resuenan aplausos y gritos de algarabía.
—¿Qué hacemos con “el director”? —pregunta alguien.
—Repárenlo, que nos queda filmar una escena con él.
Poco a poco las luces se van apagando. Los asistentes comienzan a limpiar el lugar. El director, el real, se acerca a la mesa.
—Siempre te basta con una única toma. Estuviste muy bien, RA-6121 —dice, y le palmea el pecho manchado de rojo.
—Joaquín —responde, con el rostro inexpresivo—. Mi nombre es Joaquín.
—Sí…, como quieras… —Se da vuelta y hace señas a un asistente.
El otro, contrae las cejas y frunce los labios. Aferra con fuerza el puñal que aún sostiene. La espalda del director está a su merced, a escasos centímetros. Sólo debe estirar el brazo, nada más. Pero entonces recibe una orden que no puede ignorar.
Impotente, antes de perder la conciencia, RA-6121 consigue ver al asistente, tan disciplinado, tan servil, y, entre sus manos, el maldito control remoto.
4 comentarios:
Muy bueno. Me gustó.
Androides o no, creo que todos tenemos cerca un control remoto que nos dirige.
Muy bien contado, me gustó.
Excelente. Me puso la piel de gallina.
Excelente, lo que uno va previendo lo vas alterando sucesivamente, y el final imaginado se trastoca en otro.
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