—¿Qué es una ucronía? —preguntó Atila, que además de cruel, despiadado y salvaje era bastante bruto.
—Es algo sencillo —respondió Berish von Klappermann, inventor de la máquina del tiempo—. Usted no se enfrenta a Aecio, marcha con sus tropas hacia el norte, destroza a los vagabundios, absorbe a los mezogodos, que se sentirán muy felices con la catástrofe de sus acérrimos enemigos, y establece su capital en Kopen-hag, frente a las costas de Scania. Consolida sus posiciones, cruza el estrecho de Jutlandia, somete a los scanios, y de ese modo se corona rey de los nervandos, los jutios y los fiordeses. De allí a la conquista de la costa de las Tormentas hay sólo un paso. Los vingos jamás cruzan el océano Oscuro, no descubren el continente del Oeste y Thorvald Olafsson no logra derrotarme en la final del campeonato mundial de ajedrez de 2015. ¿Me comprendió?
—No —dijo Atila, que además de necio tenía una sed de sangre que no se calmaba con nada. Contempló al viajero entrecerrando los ojos, pero Berish no se dio por aludido y siguió con su cantilena.
—Pero Atila, ¿qué le cuesta? Ir al norte o al oeste es casi lo mismo, y a mí me hace un gran favor.
Atila, que además de testarudo era irascible y poco amigo de hacer favores, desenfundó la sica y la hundió en el abdomen de Berish von Klappermann. El científico, como cualquier lector habrá comprobado, era bastante estúpido, aunque hubiera inventado la máquina del tiempo. El rey de los hunos, el azote de Dios, limpió la sangre de su arma en la camisa del viajero y se marchó resoplando y protestando a preparar las tropas que al día siguiente, 20 de junio de 451, derrotarían a las fuerzas de Roma y le harían morder el polvo a Aecio. La vergüenza que le haría pasar al gran general romano superaría a la sufrida por Varo a manos de Arminio. Atila escupió en el suelo y como si su saliva hubiera sido ácido, en la tierra se abrió un profundo hoyo.
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