Miró la hora y un sudor frío bajó por su nuca y le cosquilleó en la espalda. Empezó a correr sin pensar, pero casi de inmediato se obligó a hacerlo. Si el mapa no mentía estaba a siete cuadras. Si el reloj no mentía faltaban cinco minutos. Hizo un rápido cálculo y llegó a la conclusión de que existía una remota posibilidad de alcanzar el tren antes de que partiera. Pero no era tonto. Los años le pesaban en los muslos y cada zancada ponía en evidencia las mandíbulas de acero que le mascaban las rodillas. No voy a llegar, se dijo, y mucho menos cargando esta estúpida mochila. Son mis cosas, insistió una de las voces interiores. Sólo son cosas, replicó otra. No sabía qué voces hablaban en su cabeza, pero casi no se detuvo y así, a la carrera, dejó que el bulto se deslizara por su cuerpo como una roca, pendiente abajo y quedara inmóvil junto a un charco de agua estancada; miró hacia adelante. Sin embargo, apenas si sintió un cambio en la velocidad; ahora le dolían los tobillos, le latían las sienes, cuatro cuadras, dos minutos. No llego. Un silbato inmisericorde probó el punto. No llego, se va. Trató de impulsarse hacia delante y tropezó. Cayó, se revolcó en la calle de tierra. Una nube de polvo se elevó sobre él como un espectro de viejas culpas y se rió a carcajadas. Se incorporó. Tres cuadras, un minuto. Si se retrasara… No importa, seguiré, aunque sea inútil seguiré, se dijo. Siguió. En la última fase ya no importaban los dolores. Todo estaba más allá de sus fuerzas. Una cuadra. Media. Inútil: el tiempo se había agotado.
Casi insensible, atónito, vio que el tren se alejaba escupiendo una burlona llovizna de gasoil. Puso las manos en la cintura y siguió avanzando, arrastrando los pies. Ya nada le importaba, o sí: quería una banca en la que sentarse; eso había pasado a ser lo más importante del mundo. Trepó los escalones de la estación, y casi se derrumbó sobre la taquilla.
—El próximo tren —dijo, por decir algo.
—No hay.
—¿Mañana? —jadeó.
—Este fue el último.
Comprendió. El último es el último. El último no se discute. Buscó la banca con la mirada y se sentó, la mirada perdida en el brillo de las vías, las manos juntas, el pecho aún en plena turbulencia después del esfuerzo exigido a su corazón y sus pulmones. Se concentró en los sonidos de la noche: grillos, sauces rozando sus hojas, el lejano golpeteo del martillo de un carpintero trasnochado.
—Error de apreciación —dijo una voz—. Son los tacos de mis botas. —La risa cubrió el espacio con su manto. Él alzó la vista y sólo vio nubes que se perseguían en el cielo. Pero la voz volvió a sonar.
—Pensé que podías perderlo, por eso me adelanté. Era el último, ¿sabías?
Volvió a reír, como si hubiera tenido todo previsto.
—No puedo creer que estés aquí —dijo él por fin—. Dejé caer la mochila — agregó tontamente.
—¿A quién le importa la mochila? —dijo ella—. Me hubiera molestado al abrazarte.
Recién entonces él la vio a su lado, con los labios a punto de curvarse en una mueca burlona y un brillo cristalino bailándole en los ojos. Recién entonces pudo abrazarla, con tanta fuerza, con tanta ansiedad, con tanto miedo de perderla, que así la retuvo, abrazada, hasta que las primeras luces del sol dibujaron el paisaje y mostraron la silueta inconfundible del tren acercándose a la estación.
—El hombre de la taquilla —barbotó él— me dijo...el me dijo que aquel tren era el último...
—Era el último —replicó ella, seria por primera vez—. El último hacia allá —agregó moviendo la mano de un modo impreciso—. El nuestro es otro tren, bobo.
1 comentario:
Creo que entiendo su mensaje, Don! Y si lo que entiendo es correcto, un abrazo. El cuento es muy bueno, pero hay algo mejor ahí dentro.
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