martes, 28 de abril de 2009

Sinfonía Concluida - Augusto Monterroso


—Yo podría contar— terció el gordo atropelladamente —que hace tres años, en Guatemala, un viejito organista de una iglesia de barrio me refirió que por 1929, cuando le encargaron clasificar los papeles de música de La Merced, se encontró de pronto unas hojas raras que, intrigado, se puso a estudiar con el cariño de siempre; y que como las acotaciones estuvieran escritas en alemán, le costó bastante darse cuenta de que se trataba de los dos movimientos finales de la Sinfonía Inconclusa; así que ya podía yo imaginar su emoción al ver bien clara la firma de Schubert, y que cuando muy agitado salió corriendo a la calle a comunicar a los demás su descubrimiento, todos dijeron riéndose que se había vuelto loco y que si quería tomarles el pelo; pero que como él dominaba su arte y sabía con certeza que los dos movimientos eran tan excelentes como los primeros, no se arredró y antes bien, juró consagrar el resto de su vida a obligarlos a confesar la validez del hallazgo; por lo que de ahí en adelante se dedicó a ver metódicamente a cuanto músico existía en Guatemala, con tan mal resultado que después de pelearse con la mayoría de ellos, sin decir nada a nadie y mucho menos a su mujer vendió su casa para trasladarse a Europa, y que una vez en Viena pues peor porque no iba a ir, decían, un Leiermann guatemalteco a enseñarles a localizar obras perdidas y mucho menos de Schubert, cuyos especialistas llenaban la ciudad y que qué tenían que haber ido a hacer esos papeles tan lejos; hasta que estando ya casi desesperado y sólo con el dinero del pasaje de regreso, conoció a una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires y hablaban español, los que lo atendieron muy bien y se pusieron nerviosísimos cuando tocaron como Dios les dio a entender en su piano, en su viola y en su violín, los dos movimientos; y quienes, finalmente, cansados de examinar los papeles por todos lados y de olerlos y de mirarlos al trasluz por una ventana, se vieron obligados a admitir primero en voz baja y después a gritos ¡son de Schubert, son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno sobre el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado, los papeles se hubieran perdido en ese momento; y que yo me asombrara de que todavía llorando, si bien ya más calmados, y luego de hablar aparte entre sí y en su idioma, trataron de convencerlo frotándose las manos de que los movimientos, a pesar de ser tan buenos no añadían nada al mérito de la sinfonía tal como ésta se hallaba; y, por el contrario, podía decirse que se lo quitaban pues la gente se había acostumbrado a la leyenda de que Schubert los rompió o no los intentó siquiera, seguro de que jamás lograría superar o igualar la calidad de los dos primeros; y que la gracia consistía en pensar si así son el allegro y el andante cómo serán el scherzo y el allegro ma non troppo, y que si él respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert, lo más inteligente era que les permitiera guardar aquella música porque, además de que se iba a entablar una polémica interminable, el único que saldría perdiendo sería Schubert; y que entonces, convencido de que nunca conseguiría nada entre los filisteos ni menos aún con los admiradores de Schubert, que eran peores; se embarcó de vuelta a Guatemala y que durante la travesía una noche, en tanto la luz de la luna daba de lleno sobre el espumoso costado del barco, con la más profunda melancolía y harto de luchar con los malos y con los buenos, tomó los manuscritos y los desgarró uno a uno y tiró los pedazos por la borda hasta no estar bien cierto de que ya nunca nadie los encontraría de nuevo al mismo tiempo— finalizó el gordo con cierto tono de afectada tristeza —que gruesas lágrimas quemaban sus mejillas y mientras pensaba con amargura que ni él ni su patria podrían reclamar la gloria de haber devuelto al mundo unas páginas que el mundo hubiera recibido con tanta alegría, pero que el mundo con tanto sentido común rechazaba.

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