Revisaba la máquina todos los viernes, la pulía los jueves, en vacaciones reparaba la pintura; cuando no lo veíamos se sentaba frente a los controles y daba el mínimo de energía para que los diales se movieran y una voz metálica le dijera “Buenos días, Capitán”. Un buen día nos dimos cuenta de los primeros signos de herrumbre, del trabajo que le costaba reconocer las piezas, que dejaba a un lado la brocha para recuperar el aliento cada vez más seguido. Ayudamos como podíamos, pero el oxido era más persistente que todos nosotros. Los demás veían sólo un cohete; nosotros, el tiempo roto de nuestro padre. Cooperamos para mantener los diales funcionando, que el sillón de capitán fuera lo más cómodo posible. Sabíamos que cuando el último led se apagara también lo haría él. Mientras, lo escuchábamos hablar de cohetes y astronautas, de motores destellando envueltos en fuego, y prometíamos teletransportarnos el siguiente sábado para traerle a los nietos.
Tomado de http://zarate.blogspot.com/
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