sábado, 4 de abril de 2009

Drummer 7 - Héctor Ranea


Syd empezó como baterista en Tennessee, en algún bar que ya ni recuerda. Ahí aprendió lo básico de la batería, que nadie se atrevía a tocar. Pero empezó con la intuición y lo que había aprendido de niño se le empezó a revelar como un ritmo interno, una forma de sentarse ante los tambores que hacía que todo el ambiente se electrizara.
Después de escucharlos a Giles, a Manu Katche, a Nick Mason y a tantos otros, desarrolló un estilo personal, pero tanto, que no calzó en ninguna banda de su tierra y decidió volcarse a su otra pasión, los caminos, pero en camión. Unos años recorrió la costa este de su país, también hizo varias veces el Big Trip, pero lo que más le fascinaba, desde la más tierna juventud, era conocer la ruta de su ancestro. El Kid.
Juntó las dos pasiones y se fue a la Argentina después de un breve paso por Chile de donde fue gentilmente expulsado por el dictador, lo que fue, dentro de todo, su suerte. Porque del otro lado ya no había dictadores.
Las rutas de la Patagonia eran lo que todo joven necesita para rearmar su vida y dedicarse a la meditación. La meseta, su color uniforme, las nubes siempre lejanas, ese color cursi que le daba una inmensa ternura y a la vez una sensación de inmensidad del vacío, lo hicieron pulir su timidez y convertirla en osadía.
En sus ratos libres allá en el Sur de su país, había dedicado un tiempo a la lectura de los comentaristas de la Alquimia y su conclusión había sido que la Alquimia tenía dos esencias, la intrepidez y el secreto. Decidió hacer Alquimia con su alma y la Patagonia le ofreció las dos esencias además del sentido de encontrar algo de verdad en la legendaria vida de Sundance.
No era un gran experto en historia de robos a trenes ni a bancos ni a compañías mineras. Más bien tenía una somera idea del tipo cinematográfico. Apenas había encontrado leves anotaciones de su madre, de quien venía el parentesco encerrados como mensajes en botellas que ella esperaba arrojar al mar. Fue el tiempo en que ella se convirtió en un hada y decía ser una especie de campana que sonaba en los oídos de los niños.
Casualidad o no, era el tiempo en que Syd había hecho sus estudios de batería y ahorraba para comprar lo mejor para poder dejarse penetrar por las energías liberadas por Bonham, y los otros. Justamente, estudiaba la cadencia de Moby Dick cuando su madre empezó a sentirse hada. De hecho, parecía desaparecer en el aire, tan delgada se hizo su piel, tan fino sus cabellos como esos que salen después de la tormenta en la montaña cubriendo todas las piedras, colgando de los árboles como su fueran cabelleras de ángeles.
Las botellas donde la madre escondía sus elucubraciones tenían tres épocas. La de lucidez, en la que hablaba de sus bisabuelos y de los abuelos de ellos, donde aparecía el Sundance, la de la iluminación (que, en realidad, había que pensarlo en inglés: enlightment) en la que su prosa parecía la de Artaud y la última, del delirio feérico, en la cual todo parecía un vagar en las nubes de Turner, calmas en medio de una furibunda tormenta.
Syd Drummer se acercaba a Júpiter. Faltaba apenas un año para llegar al punto de estabilidad orbital y tenía que prepararse para poder medir todo y filmar el gigantesco evento que se esperaba. Sin embargo, no podía dejar de pensar en los ojos de su madre cuando comenzó a creerse hada y eso le trajo a la memoria esos otros ojos, del Cañadón del León. Esos ojos que a veces le dejaban la sensación de no haber dormido en días.
Todas esas experiencias las lanzaba con los tambores al conversor energético de la Rosaura que se aceleraba con la potencia extra que daban los golpes y las suavidades de Syd Drummer sobre el ojo roto de Batuque

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