Respecto del hábito de disponer todo lo que estaba a su alcance en un orden inalterable y estricto, fue catalogado por un especialista como un desorden obsesivo compulsivo. Lo único que le molestaba en el diagnostico era la palabra “desorden”. Cual fuera la dolencia, si era tal, era un mal menor respecto de los beneficios que reportaba.
Las experiencias gratificantes eran escasas, pero había encontrado la receta para rescatarlas tal como si hubiera encontrado la fórmula de cómo ubicar la aguja en un pajar. Se había tomado el trabajo -exhaustivo, por decir lo menos- de catalogar las secuencias precisas y fijarlas en procesos invariables, tan exactas como las leyes de gravedad.
Queda claro que este protocolo era válido en aquellos sucesos privilegiados y de influencia remota -pero definitiva- sobre el entorno. Tanto hacían a la estabilidad universal, como eran ignorados en su importancia por la mayoría, aunque listados pueden sonar intrascendentes. Así, lavarse las manos, cerrar adecuadamente las puertas, las llaves del gas, ordenar el escritorio -y no menos- respetar el tiempo en cruzar la calle, estaban ejecutados en función del equilibrio cósmico. Le consumía la mayor parte del día -y a veces de la noche- llevar a cabo con precisión su ineludible deber, pero lo animaba el saber que el universo se mantenía en pie gracias a su sacrificio y no había colapsado a pesar de los pronósticos. El resultado estaba a la vista.
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