martes, 17 de febrero de 2009

Vendedor de esperanzas - Daniel F. Alonso


Lorenzo Constantini murió el mes pasado, víctima de un infarto que venía buscando cobrarle algunas deudas pendientes. La noticia ocupó apenas una columna en la sección policial de Crítica, un vespertino sensacionalista más afecto a los descuartizamientos que al delito sutil del fraude científico. Se diluyó así mi esperanza de ver reivindicado el nombre del Dr. Constantini con la publicación de un trabajo consagratorio, digno de las revistas médicas más prestigiosas del mundo. Me cansé de navegar por Internet en busca de aquel artículo —inexistente, por cierto— y consulté el Medline con el entusiasmo propio de un principiante. Como una metáfora de la realidad que evitaba admitir, mi búsqueda había terminado en una página par de un diario de mala muerte abandonado en un andén de estación de subterráneo.
Constantini era un zoólogo que había descubierto ciertas sustancias curativas en la mosca Drosophila. Años atrás comunicó que un breve tratamiento de ratones con cáncer era suficiente para causar la desaparición del tumor y sus metástasis. El periodismo interpretó la noticia a su estilo y convirtió la cautela críptica de los científicos en largas procesiones de pacientes frente a los hospitales clamando por masticar Drosophilas.
—Un científico es un individuo que anuncia una cosa sencilla en forma confusa, haciéndonos creer que la confusión es culpa nuestra —dijo el Cholo Benítez luego de escuchar la noticia en la radio que teníamos en el consultorio.
Benítez era uno de esos personajes queribles de la fauna que habita los hospitales públicos argentinos. Cargaba con un puesto de enfermero y algunos años cursados de medicina, aunque su mayor pasión siempre habían sido el fútbol y las películas italianas. Pasábamos largas horas intercambiando conocimientos e ignorancias. Benítez me contaba alguna película de Fellini y la analizaba como un crítico experto, sacando a la luz detalles que estoy seguro ni el mismísimo Fellini había imaginado. Yo compensaba mis escasas inquietudes artísticas con lo que él consideraba otro arte: el de curar.
—La verdad pasa por las mentes simples —solía decir Benítez algunas mañanas de invierno. Yo había aprendido a no contradecirlo y, menos aún, a no ofenderme por sus ocurrencias.
Cuando las noticias de las propiedades curativas de las moscas ya habían desaparecido de los informativos y, con ellas, los pacientes aguardando en la puerta de los hospitales, Benítez me ayudó a entender por qué cuando un avance de la medicina se hace cotidiano, la gente tiende a perder interés. Él lo interpretaba como una consecuencia de la falsa idea de inmortalidad con la cual preferimos construir nuestras vidas.
—A veces una salvación mágica, aunque incierta, es para muchas personas mejor que una salvación verdadera pero dolorosa —concluía Benítez. A esa altura yo no sabía si estaba hablando con él o con mi analista.
Poco tiempo después, un colaborador directo de Constantini clavó una daga inapelable en la reputación del zoólogo. Envió una nota de retractación a la revista “Science & Nature”, asegurando que los experimentos de Constantini eran inefectivos para identificar la presencia de las supuestas sustancias curativas y que nunca fue posible repetir y confirmar sus acciones en animales con cáncer.
Debo admitir que siempre admiré la trayectoria científica de Lorenzo Constantini y, por sobre todo, la originalidad de algunos de sus postulados. Esta ingenuidad se me revela ahora con la noticia de su muerte, mientras espero que Benítez me alcance la dirección de la farmacia que vende —clandestinamente, intuyo— los extractos de insectos. Supongo que mi fiel colaborador y amigo llegará antes de la salida del último subterráneo hacia el centro. El frío de esta estación y el cáncer me están consumiendo.

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