Esa mañana, Agustín amaneció particularmente débil. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para levantarse de la cama. Tomó uno de los remedios que le había prescripto el médico, puso a hervir agua para hacerse un té y se volvió a acostar.
Nada había anunciado que se iba a producir un cambio en su vida, ninguna señal lo presagió ni aparecieron signos extraños escritos en las estrellas. Simplemente, todo comenzó un día cualquiera. Un día común y corriente del último otoño. Sucedió de mañana, mientras las palomas, las mismas que ahora rezongaban sus llamados amorosos, entretenían encuentros llenos de plumas y arrullos.
Vanesa detestaba a “esos sucios animales” que invadían el balcón donde ella solía dorar su cuerpo perfecto. No era la primera vez que le recriminaba su descuido y su vida bohemia, mientras lo contemplaba con el cigarrillo en la mano. La leve línea de humo parecía desprenderse del cuerpo de la mujer. Agustín se limitaba a sonreírle, con pasiva complacencia. Le era imposible enojarse con ella, la amaba demasiado.
Pero esa mañana, Vanesa le dijo que lo dejaba y se marchó, sin más explicaciones. Son ciclos, etapas que concluyen, la vida sigue, te enfrenta una y otra vez. El resto del día había sido nefasto. Terminó borracho en un bar, llorando sus penas.
Con el correr de las semanas, su rutina se normalizó: el trabajo, sus visitas al gimnasio, las salidas con sus amigos y el refugiarse en su cuarto escribiendo inacabables historias, mientras el sol entraba de refilón para rozar su espalda inclinada sobre el teclado de la computadora. Allí sentado, disfrutaba del sonido de aleteos y arrumacos, porque las palomas se habían adueñado del mínimo espacio de su balcón.
Un incipiente resfrío rompió el delicado equilibrio de sus días. Increíblemente congestionado, ahogado por la tos y escupiendo mocos, envuelto en una bufanda y sin peinar, cayó en la clínica de su Obra Social.
Ya habían transcurrido cinco meses y cuatro médicos, tomografías computadas, radiografías e infinita de cantidad de estudios que no dejaron ninguna parte de su anatomía sin escrutar. Debió ingerir una inacabable cantidad de antihistamínicos, antitusivos, anticonvulsivos, sedantes, barbitúricos, antihipertensivos y bloqueantes de los receptores beta, eso sin mencionar a un anticonceptivo, que un médico le recetó por error. Pero nadie nunca dijo que la medicina fuera una ciencia exacta.
Le sugirieron que podía ser algo psicosomático. Se negó a aceptarlo, porque su rutina era la misma de siempre: sus frugales comidas, alimentar a las palomas, el trabajo, la noche, sus paseos por el parque. Sólo faltaba Vanesa. Hubiera podido buscar otra compañía, pero sus recuerdos habían quedado entre las sábanas, enredados en el cuerpo de ella. Esos recuerdos se filtraban en su presente, acariciándolo, torturándolo, porque los recuerdos también forman parte del presente y te acompañan siempre.
En el trabajo le dieron licencia sin chistar, sus amigos lo contemplaban con conmiseración y a esa altura, ya no sabía si estaba en este mundo o en el próximo. Se le hinchó primero una mejilla, luego la otra. El médico sostuvo que eso era solo una simple reacción alérgica, le recetó un preparado y le prohibió tomar sol.
Pero esa mañana, cuando por fin cobró fuerzas para ir al baño y se miró en el espejo, Agustín se asustó: su cara había cambiado. Ya no se trataba de palidez cadavérica, pronunciadas ojeras y una mata de pelo imposible de peinar, por lo larga y enredada. En el lugar que normalmente estaba antes su nariz, un grotesco pico lo desafiaba. Quiso gritar y graznó.
Huyó del baño y chocando con los muebles que parecían puestos en el camino a propósito, se precipitó a la ventana.
¿Alucinaba? Tal vez estaba padeciendo el efecto colateral de algún remedio, sí, debía de ser eso. Respiró profundamente el aire de la mañana. Se sintió apenas un poco mejor.
Afuera, el día era espléndido. Las palomas se entretenían en constantes arrullos.
Arrullos. Dentro de ese gorgoriteante sonido creyó adivinar una voz que lo llamaba. “Está bien”, pensó, “ya basta, estoy harto”.
Se trepó al borde de la baranda del balcón y sin dudar ni por un instante, se arrojó al vacío.
Apenas iniciada la caída, un sentimiento nuevo, casi tan fuerte como una descarga eléctrica recorrió su ahora efímero cuerpo. Estaba en otro espacio, un lugar diferente, uno donde los pensamientos de Vanesa eran sólo ecos lejanos.
Flotaba. Su cuerpo subía y bajaba, hamacándose en el viento. Extendió los brazos y ensayó una sonrisa.
4 comentarios:
Aunque triste es una bonita historia.
Gracias, Jose; en realidad debo confesarte algo: vos fuiste mi muso inspirador, ¿Te acordás el día que dijiste en el Facebook que te ibas a tener que poner piedras en los bolsillos, para que no te llevara el viento?
Empecé a especular con la idea y después, el cuento se me escribió solo, (bueno, con un poquito de esfuerzo y trabajo de mi parte... je...) Pero valió la pena.
Gracias, José
muy origninal y creativo la espedulacion de hombre pájaro. y muy bien llevada a su culminación. Tengo un amigo tambien escritor que escribio que la mujer todos los dias miraba por la ventana, hasta que se fue volando.
Mis mejores saludos y sigue por el buen camino. LUIS
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