martes, 3 de febrero de 2009

Limbo - Jorge Martín


Era el hambre y comida sin sustancia ni sabor. Sed sin saciedad. Cansancio constante con necesidad imperiosa del sueño reparador, pero incapacidad de dormir. Frío inmutable sin abrigo posible. Lluvia persistente, niebla y sol ausente. Como paisaje, las piedras húmedas, galerías oscuras, escaleras interminables. No hay habitaciones donde la gente come o duerme, solo pasillos que dan a otras calles. Los otros, como sombras sin consistencia, pasean sus ojos sin mirada. A veces, en los rincones, sueña con nombres que le quedan en la punta de la lengua pero nunca alcanza a rescatar del olvido. El cielo está oculto bajo un gris ceniciento. 
Reúne todo su valor y se levanta del suelo, ignorando si hace una hora o cien años que ha caído rendido en esas baldosas frías. Las otras sombras pasan a través de él como si no hubiera alcanzado la densidad necesaria. Sale a caminar por ningún motivo, a paso firme como si supiera donde dirigirse. Hoy está decidido, no regresará a la estación.
Atraviesa las calles vacías, con fachadas recién pintadas, con puertas de pestillos de bronce lustrado, con luces en las ventanas. Pero ya sabe que detrás de las puertas y las ventanas iluminadas no hay nadie, solo dan paso a otras calles igual de vacías, igual de impecables, con los carteles y los nombres pintados. Días enteros deambula buscando vestigios y señales que nadie le ha dejado, reprime la cólera de gritar porque el silencio que sigue es más pesado. 
La lluvia le da un brillo acerado a las calles. Se escucha el paso apresurado de algún transeúnte que por el modo de caminar está seguro de conocer, aunque cuando parece a punto de alcanzarlo desaparece a la vuelta de la esquina. Alguna puerta se abre o se cierra justo antes que se dé vuelta para mirar. El aire no pega en las caras ni el agua pasa de ser una humedad pegajosa. Los arboles en las veredas, con el paso de un viento ausente, dejan caer en el otoño —siempre es otoño—, flores oscuras que cubren las veredas de un perfume dulzón y pestilente. 
La estación es enorme; en el techo, las bóvedas tienen todavía jirones de bruma oscura. En los andenes hay trenes a punto de partir, que no parten nunca, y algunas figuras borrosas se esconden en asientos apartados de las miradas, en esperas que nunca terminan. 
Aquí no pueden morir ni las horas. Las moscas circulan como fantasmas. El olor de las frituras y el diario del día anterior son constantes. El año y el calendario no significan nada. 
Sabe que está condenado. Algo muy terrible le pesa en alguna parte que no puede precisar. Se sienta en el bar al paso de la estación, pide una gaseosa y un tostado, sabe que los dejaría allí, sin tocarlos. Está, como las otras veces, al borde del asiento. Hoy había decidido no volver, ¿o fue ayer? ¿Cuál esa la diferencia? Invariablemente vuelve a la estación para cumplir el ritual vacio que llena su ¿día?
Como siempre, el hombre de anteojos lo espera, en el mismo banco, con el portafolio en sus rodillas, con un café recién servido, y una medialuna de grasa a medio comer. Sobre la barra, la carpeta ya abierta y una estilográfica con ribete metálico dorado. Lo invita a sentarse con la mirada; solo tiene que firmar. Siente la culpa pero no puede precisar su crimen. ¿Firmar sin saber si sella su liberación a su condena? Pero todos los días el hombre de anteojos con portafolios extiende la mano con la lapicera. Estampe su firma o no, el resultado será el mismo: se encontrará al día siguiente ante la misma hoja en blanco.

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