Dicen que la noche que me asomé al mundo llovía torrencialmente. Por el techo de la sala de parto se filtraba el agua que goteaba sobre la camilla, sobre el cuerpo de mi madre, sobre las bandejas metálicas, componiendo una sinfonía. Inconscientemente debí percibir ese ritmo (cualquiera diría "este chico será músico" pero elegí un oficio alternativo, la poesía). Y fuí creciendo, con ciertos movimientos espásticos, oficialmente, secuela de una meningitis pero a mí me gustaba pensar que fue la lluvia.
Viví en el campo durante mi infancia, recuerdo que era muy delgado y que siempre llevaba piedras en los bolsillos, piedras pequeñas que chocaban entre sí y anticipaban mi llegada. No piedras para lanzar al agua y hacer sapito como todos los chicos, yo las juntaba y las dejaba allí, en el interior de esos bolsillos rasgados por el peso y por las noches los vaciaba amontonándolas en cajas de cartón. Ni siquiera las seleccionaba por color o tamaño, esas piedras eran sólo para mí un ruido familiar, un ritmo como el sonido de la lluvia.
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