Abel estaba saturado; la situación, tan duradera como su propia vida, no daba para más. Todo el día trabajaba en la mina, ese empleo indigno, lo único que este mundo podía ofrecerle a alguien como él. Y ahí estaba siempre Joaquín que, tal vez porque el destino aciago no le había dado brazos y piernas, se la pasaba constantemente intentando llenarle la cabeza con sus confabulaciones, tratando de convertirlo en un mal viviente, en algo más deplorable de lo que por sí ya era. Se había metido en problemas varias veces por seguir sus consejos y, lo peor, era que Joaquín sabía muy bien cómo arrastrarlo a sus sucios intereses, conocía muy bien las palabras y los modos que ponían a Abel a su entera disposición.
Luego de meditarlo por largos meses, Abel tomó una decisión.
—No sos capaz de hacerlo —dijo Joaquín cuando vio que aferraba la cuchilla; su voz temblaba—. No podés vivir sin mí.
—Eso lo sé —reconoció Abel, con los ojos llenos de lágrimas—, pero estoy cansado, hermano, harto de este destino, harto de tus manipulaciones… Esto se termina acá.
Entonces, con suma convicción hundió el filo en la garganta de Joaquín. La sangré bañó su propio rostro, sintió el dolor del otro, y se unió a sus alaridos y los prolongó aún después de que su compañero expirara.
Abel se desplomó en el piso de la oscura habitación. La luz que se filtraba por la rendija de la persiana le permitió ver la cabeza que nacía del mismo tronco que la suya y que se encontraba ya sin vida. La sangre seguía saliendo a chorros y él cada vez se sentía más débil. Sin embargo, sabía que había hecho lo correcto, lo percibía en la tranquilidad que lo embargaba, tranquilidad que nunca había conocido sino hasta ese momento.
Finalmente, sus ojos se cerraron y el monstruo se fue de este mundo, en paz.
2 comentarios:
... y no lo ví venir. Me gusta cuando me sorprenden. Muy bueno.
usted si que no se va por las ramas, tremenda historia en poquitos renglones, directo a los bifes.
Barbaro
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