En el ángulo más oscuro del salón no había nada. Ni lámpara en el techo había. La luz difusa en las aristas de las cuatro paredes, verdosienta, gris. Abajo, en el medio, una mesita baja, rectangular con una canasta de empanadas, copas altas y dos botellas abiertas. Entró sin que nadie supiera cómo. La puerta cerrada, ni un ruido de pasos, y se les apareció en el medio del salón difuminado, abarrotado de oquedad, frío como los reflejos de la luz entubada. Quédense todos tranquilos que no les pasa nada, les dijo mirando a cada uno a la cara, los ocho sentados, cuatro en el sillón, uno en el suelo y tres en bancos bajos, incómodos. No vengo más que a decirles algunas cositas, ni siquiera pienso llevarme nada, y no porque no me gustaría tener alguna de las que veo, ese rincón, por ejemplo. Nada más quiero que sepan que me tienen harto, harto de toda hartura hasta el infinito del cansancio y se preguntarán por qué seguramente las damas y caballeros. A qué vendrá este señor desagradable de aspecto desquiciado y cara de sospechoso, a arruinarnos nuestra amena velada, dirán ustedes, melifluos como siempre. Esto es una barbaridad, qué es esto, esto es inconcebible, esto no puede ser. Esto es lo que dirán, lo que dirían si los dejara hablar ahora, y aunque los dejara, si se atrevieran, que lo dudo. No soy dado a molestar a nadie, pero tampoco me gusta que me molesten. Y ustedes, ustedes, me molestan, me han molestado demasiado. ¿A qué viene que yo tenga que estar escuchando horas y horas tantas estupideces, todas juntas, imparables, como un derrame de aceite viscoso que por viscoso se queda y se queda, pegotea, apelmaza, no deja respirar?
Quiso la mala fortuna que me mudara hace nomás un mes acá al lado, de paso ando. Y viene a resultar que pared de por medio escucho todo, todo, por los ladrillos huecos, por las paredes finitas de este asqueroso edificio que ustedes se empeñan en disimular con sus estrafalarios colgajes, con sus rebuscados adornos, tan semejantes a sus propias palabras, todo haciendo juego. Digo yo, me pregunto, ustedes son o se hacen.
Ni falta que me contesten, se hacen, carajo, hacen como que, son lo que se diría una metáfora, un símil, simios y simias, pura simulación. Me gustaría saber hasta cuándo quieren fingir, si no se cansan de fingir, en todo momento, como si tuvieran que estar listos para una foto que alguien no quisiera sacarles. Me fatigo de solo decirlo yo mismo, que no soporto sino mirar lo más derecho que me dejan mis dos ojos bizqueantes. Y ver ese cuadro que no es más que un insulto al arte, pura superstición justificada por ustedes, hoy, en esta misma reunión que hicieron para festejar la compra, me da sencillamente, asco. Supongo que susurrar todo el tiempo, mirar de soslayo, sonreír y cosas así que veo que no dejan de hacer salvo cuando se les aparece la faz siniestra, tan tapada de maquillaje que sólo se escapa por descuido, cuando bajan el nivel de la vigilancia, o por efecto de todo lo que hacen con tan sutil tacto, es la misma imagen si así se le puede llamar, del cuadro. Sepulcros blanqueados, no otra cosa, pintura para tapar.
Y aquí lo demostraré: el visitante abre una valija y saca una especie de lámpara, descuelga el cuadro de la pared, apaga el nebuloso resplandor de la luz de la garganta en el techo. La de la lámpara es rosada, algo fosforescente y le da a la pared un tono de verdor helado, como si fuera la iluminación de los esqueletos de los museos prehistóricos, y en eso se ve, nítidamente, en toda su superficie y contorno, la chorreadura de sangre, desde más o menos un metro y sesenta de la pared hasta abajo, con gotones por los costados, con unas hebras largas finitas, cayendo el manchón completo hasta el zócalo alfombrado de una lana espesa que se chupara de golpe tanta esa liquidez viscosa. Se fue sin mirarlos.
Claro está que ninguno de los amigos dijo nada. Impasibles siguieron, como estaban antes, conversando acerca de los emblemas del imaginario social, la armonía del marco del cuadro con el tapizado del sofá y pasándose unas direcciones de internet.
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