La primera vez que la percibí decidí rechazarla. Usé todas las explicaciones racionales (fue un sueño, una ilusión óptica, un juego engañoso de la luz, etc., etc.), todas esas que se barajan cuando la realidad se empeña en mostrar las tripas... y ahí descubrimos que es otra cosa, un poco distinta de lo que necesitamos creer. La arrinconé con ellas pero, aunque esa vez me permitió el desprecio, estaba dispuesta a volver con esa persistencia implacable de la lluvia, el otoño, la noche. La noche. Sí. Esa es su hora favorita. Pero no, no estoy siendo exacta. Porque no es nunca el momento en que la oscuridad ya se ha comido todas las cosas, sino ese espacio indeciso en el que aún lucha con el día, ese instante en el que cada quien tironea de los bordes del mundo. Es ahí, mientras se coagulan el crepúsculo o el amanecer, cuando ella abre su párpado de cenizas y me hace guiños, como un don Juan de barrio.
La trataba del mismo modo en que lo hubiera hecho con uno de ellos. Es decir, pasaba a su lado sin mirarla, haciendo de cuenta de que no la veía o de que no me movía un pelo su presencia. Pero creo que siempre supo que mentía. Es lógico. Hasta algo tan inconcebible como ella debe darse cuenta: no es posible que alguien, al menos alguien en su sano juicio, no se ponga un poco nervioso ante su aparición. Y yo, aunque concedo que se pueda poner en duda, no estoy loca. Así que lo confieso, me ponía muy nerviosa cada vez que entraba a la pieza y ella reiteraba su saludo equívoco. Por suerte, solo debía hacerlo una vez al día, cuando el cuerpo no aguantaba más la vertical y me pedía a gritos el descanso. Porque aunque estaba bastante segura de que, a plena luz, ella no se atrevería a nada, no quería correr riesgos...
Así que siempre intentaba que fuera lo suficientemente tarde, cosa de que la noche hubiera ganado la pelea por knockout. Como ya dije, a ella no parecen gustarle las definiciones rotundas ni los hechos consumados. Entonces, a esa hora, me dejaba tranquila. Pero cuando el despertador ordenaba levantarse y el día aún estaba lejos de tomar el poder, ella, la muy obscena, la descarada, se exhibía en el rincón, ese de ahí, junto a la cómoda, bien despierta y al acecho, intentando seducirme una vez más... Como la araña a la mosca, se me ocurría pensar...
Hasta hace poco, me vestía a las apuradas, de cualquier modo, todo para poder levantar la cortina y dejar que el sol triunfante la acribillase con sus dardos, la desangrara, la borrase. Antes hacía eso. Ya no. Ahora, cada amanecer demoro un poco más en exorcizarla. No sé bien por qué. Lo que sé es que ha crecido. Ahora es casi de mi altura. Y desde hace unos días... están los sonidos. Indefinibles, familiares, monstruosos... Y también esos olores un poco inquietantes emanando de ella. No he podido decidir aún si estas nuevas manifestaciones me agradan o me repugnan. Pero cada vez me cuesta más apartarlas de mi mente. Como si las extrañase. De alguna manera, ellas logran sacarme de la oficina, de las charlas estúpidas y las bromas soeces, de las órdenes ladradas por la manada de caciques que hormiguea a mi alrededor. Tal vez sea por eso que ahora me apresuro a volver al departamento, y entro al dormitorio antes de que termine la pelea crepuscular, y me siento en el borde de la cama, frente a la grieta, y la miro, y la escucho, y la huelo...
Y empiezo a preguntarme qué pasaría si me atreviese a responder a su invitación...
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