—¡Marte! —grita el marinero de proa, como si la inexorable estela pudiera llevarlos a alguna otra parte.
—El Paleokoponeso debe estar lejos —dice el profesor Berinchov, siempre ajeno a todo.
—Abordamos una máquina espacial, profesor, no el cronoscafo de Marino-Goyeneche; estamos llegando a Marte y pienso que va a ser lindo perderse en los laberintos borgianos del mar seco y rojo.
—¿Sabe una cosa, Fernández? Confunde los pedregales de Tilcara, cubiertos con lonas desde que se retiró el agua, con los camiones de juguete que nos regalaba la Fundación cuando éramos chicos. ¿Qué tiene que ver Graciela Borges en todo esto?
—No recuerdo; soy muy joven. De chico pelaba las naranjas con los dientes —replica Fernández, haciendo caso omiso al exabrupto—. Usted, en cambio, es de la época del Pulqui, ese avión de aluminio que Perón hizo construir con los planos que le compró a los nazis del submarino que encalló en Carmen de Patagones.
Berinchov salta de su butaca y contempla el océano azulnegro que se extiende ante sus ojos. Bajo la cubierta de la NAVS Arthur C. Clarke, los marineros juegan al truco o al tute y agregan porotos y garbanzos a la frígida soledad que sostiene el forzado celibato al que los ha condenado la estulticia del checheno, pero en el puente de mando se juega el verdadero juego del Destino. La bola roja crece en las manos extendidas del epistemólogo y allá abajo, entre las ruinas del campamento Bradbury, corretean los híbridos de Acentrocneme hesperiaris y Besuqueirus martianus que los irresponsables de la gran cadena de comida basura alimentaron con peyote, sin comprender que estaban pergeñando al inefable subvermi de los arenales.
—Debe ser cierto —dice Fernández, respondiendo a su propia pregunta interna referida a lo que hacía con la Tetona Mendoza hasta que se la llevaron a regentear un firulo.
—Es falso —replica el checheno, que por método siempre replica—. ¿No lee los diarios?
—Hace un siglo que los diarios no existen.
—No me contradiga. Sé lo que está pensando.
El otro marinero del puente, el que vigila el sistema automático de velas que captan el viento solar que impulsa a la NAVS a través del mar del espacio, un hondureño de memoria turbada e inexperta, se asoma por la ventanilla y saca la mano.
—No podemos seguir —dice—. Estamos rozando la capa exterior del horizonte de eventos; si no frenamos ahora daremos contra la flatulencia que sale del agujero negro.
—¡Marte está al alcance de nuestras manos! —vocifera Berinchov— ¡No podemos detenernos ahora! —Fernández renuncia a razonar con él porque le pesa la buseca que se almorzó en la fonda de Cacho Apesteguía, una hora antes de partir del espaciopuerto Madero.
—Tendría que haber almorzado pescado seco —recrimina el profesor, captando de nuevo los pensamientos de Fernández, y deplorando, una vez más, el pestífero aliento de su asistente, producto de las abundantes cabezas de ajo crudo que ingiere para prevenir enfermedades cardíacas.
—No puedo comer, como usted, postales navideñas y recortes de capullos de nabo; espero que en Marte haya prosperado el acuífero y se pueda cenar pescado frito u otro alimento que no sea de cartapesta.
—¿Podemos bajar en Deimos a estirar las patas? —dice una de las pupilas del Burdel de la Tetona Mendoza.
—Queremos refrescar la garganta —grita un boxeador que podría formar parte del Circo del Tercer Ojo.
—Me trago los ojos por una Pepsi —espeta el skipper José Vicente.
Las demás pupilas se unen; el clamor aturde a Berinchov. —Le dije que no era buena idea traerlas.
—Había que financiar la expedición, profesor —se defiende Fernández—. ¿Se cree que esto sale chauchitas? Estamos utilizando una NAVS de última generación. Y los borroughitas de allá abajo necesitan diversión.
En ese momento la nave empieza a zarandearse como un pez ciego y el marinero que había anunciado el peligro de las flatulencias se tapa la nariz con los dedos.
—Debe ser una emanación solar —dice el profesor Berinchov mientras se imagina el único náufrago macho de Marte, obligado a servir a una docena de putas. Él, que ha vivido en Ulan Bator, en Chajarí, en las ruinas de Batumi, nunca ha tocado a mujer alguna, aunque, se dice, no pierde las esperanzas.
—No hicimos todo este trayecto para quedar a las puertas del Marte Prometido, como el Rabí Moishe. —Fernández empieza a sacar paracaídas y los reparte—. Les avisé que esto no es para cagones, carajo.
2 comentarios:
Simplemente, genial. Felicitaciones a ambos!
Gracias Pato!
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