viernes, 9 de enero de 2009

Regalos - Mónica Sánchez Escuer


A Lucas, con todo y pastel.

A veces inquieta y hasta perturba, siempre fascina. Y luego desaparece como una roca en el agua. Nadie sabe dónde vive, a qué hora y en qué duela pone su cuerpo a girar. Nadie se acuerda de ella a la hora de comer, al buscar una novia, una pareja de baile. No conocen su nombre. Pero todos saben que a las siete, sábado tras sábado, la bailarina aparece vestida de blanco o de azul, con la música del mar o el vigor de unos tambores africanos. Bajo un gran farol, en el centro del parque, monta su danza de luces. Todos la esperan desde temprano. Hoy ha venido vestida de crema y trae velas, muchas velas blancas. Las coloca en círculo, las prende una a una: sus movimientos llevan el ritmo y la gracia de ritual antiguo. Todos guardan silencio. La bailarina enciende la grabadora y la magia comienza: un pie avanza, la cintura quiebra la luz, el brazo se arquea y toda ella pasa debajo. La gente la mira como si siguiera la danza de una flama. Hipnotiza, dice el hombre más viejo, pero nadie lo escucha. La música estalla de pronto: las piernas son mástil; la falda, olas; la mano, tormenta. Termina en el aire, y cae exhausta. Todos aplauden, chiflan, gritan bravo. Ella agradece con una reverencia tímida, un poco torpe. Los vecinos dejan monedas y uno que otro billete en el piso, se retiran, cierran las puertas de sus casas. La bailarina apaga sus velas, las guarda en una bolsa de hule. Nadie se acerca ni le invita un café. La creen loca o enferma. Le huyen. Dicen que creció en un orfanato, que aprendió a bailar mirando por la ventana de la academia de la ciudad. Por la calle, además de sus pasos, la bailarina escucha risas, oye platos, cubiertos, canciones que no se atreve a cantar allí sola. Sabe que la fiesta para ella ha terminado. De regreso, se divierte al asomarse por las ventanas mientras avanza. Sillones tan roídos como el suyo, mesas vacías y llenas, manteles manchados, familias a punto de cenar, un hombre que lee, dos señoras le gritan al televisor, una niña baila. Se detiene ahí: casi se pega al vidrio. La ve dar vueltas, imitar sus saltos. Parece tararear una canción, quizá la misma que ella escogió para esta noche. La niña arquea el brazo y, al girar, la descubre: ambas se quedan quietas dos segundos. La bailarina suelta las velas, la grabadora y comienza a danzar. La niña trata de seguir los movimientos que alcanza a descifrar; pero la bailarina no se detiene, da un salto, cae exhausta. En la ventana, ve a la familia completa aplaudirle. La invitan a pasar, a cantarle las mañanitas a la niña. Cuando le dan un trozo de pastel, escuchan su voz por primera vez: Gracias, gracias, repite diez veces. Sólo eso. No se atreve a decirles que ese día ella también cumple años.

Tomado de Historias baldías http://monicaescuer.blogspot.com/

No hay comentarios.: