El viejo que subió al vagón en último lugar parecía escapado de una tormenta, pues iba sembrando el pasillo de huellas mojadas, mientras su pelo blanco y húmedo salpicaba de goterones oscuros su ajada chaqueta verde. Isabelita rezó para que su madre ignorase las pegatinas que recomiendan ceder el sitio a los ancianos.
Afortunadamente, mamá estaba absorta leyendo una revista, así que ella pudo seguir balanceando los pies en el aire desde su asiento. En cambio, el viejo apenas tenía fuerzas para despegar los suyos del suelo, e Isabelita se preguntó qué habría hecho a primera hora de la mañana —cuando el metro va lleno hasta los topes, y los niños deben quitarse la mochila para no molestar—, pues arrastraba uno detrás de otro como un muñeco de cuerda, o un preso con grilletes. ¿Por eso le ignoraban los demás pasajeros? La chica que hurgaba en su mochila, o el gordo que volvía deprisa las hojas del periódico, y eso que estuvo a punto de rozarles con sus codos mojados… Entonces sucedió algo curioso.
El viejo enfilaba el tramo de asientos que precede a la puerta de comunicación entre vagones —Isabelita se preguntaba dónde iría, si allí tampoco quedaban sitios libres—, cuando un tipo que dormía con la boca entreabierta estiró las piernas. La niña pestañeó un par de veces antes de volverse hacia su madre.
—¡Mamá, mira ese hombre! —susurró señalando al anciano, cuyo cuerpo traspasaba entonces los zapatos del durmiente.
—¿Quién, hija? Si ahí no hay nadie…
Isabelita guardó silencio. ¿Acaso su madre no veía al viejo? Entonces, tampoco tenía sentido contarle que ahora estaba a punto de atravesar la puerta sin abrirla. ¿Para qué, si siempre se reía del monstruo del armario y de los duendes del sótano?
—¿Me das un chicle, mamá?
—Sólo si dejas de inventar historias para llamar la atención, ¿vale?
Isabelita asintió, sonriendo ante el sutil reguero de agua que recorría el vagón. Porque quizá no le llegasen los pies al suelo, pero ya había crecido bastante para saber que los mayores no siempre tienen la razón.
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