Al principio fue un cosquilleo, una sensación extraña que recorrió suavemente mi cuerpo de pies a cabeza. Después sentí una descarga eléctrica, miles de voltios invadiendo mi organismo y estallando en mi cerebro como una feria de fuegos artificiales. Creo que justo en ese instante mis pulmones inspiraron una bocanada de aire rancio y corrompido en un acto reflejo incontrolado, como si aquello tuviera algún sentido en mi actual situación.
Abrí los ojos, pero una oscuridad absoluta me envolvía como una mortaja. A pesar de ello, no sentí miedo. Comencé arañando la tapa de madera, terminé golpeándola con mis puños. No tardó mucho en ceder, y la húmeda arena se apoderó de mi recinto privado en cuestión de segundos. Aterrado, excavé con mis manos en aquella masa que me aplastaba, jadeando por el esfuerzo. No era consciente de lo que estaba ocurriendo, simplemente sentía una imperiosa necesidad de salir de allí.
Cuando mis manos alcanzaron la hierba fresca y mis ojos vieron la brillante luz, supe que había alcanzado mi destino. Salí de aquella tumba en la que había descansado durante apenas tres días y me dejé caer en el suelo, junto a mi lápida. A mi alrededor multitud de personas caminaban sin rumbo, perdidos en el nuevo mundo prometido. Aunque quizá resultara algo pretencioso denominar personas a esqueletos vestidos con andrajosos trapos, cadáveres descompuestos y cuerpos mutilados, que se movían con torpeza entre mudos ángeles de piedra, observadores condescendientes.
Me incorporé y miré a mi alrededor. Un grupo cada vez más numeroso se agolpaba cerca de un mausoleo. Gemían, lloraban. Sus lamentos despertaron mi curiosidad y decidí acercarme hasta ellos. Mis movimientos eran torpes, imprecisos. Acaricié con la lengua mis labios cosidos y maldije en silencio la situación que me había tocado vivir.
—Está muerto —susurraban algunos.
—Allí tendido, como una marioneta sin hilos —gemían otros.
No mentían. Impecable, con su túnica blanca, su larga barba, sus pies desnudos y sus manos blancas de largos dedos. Con su rostro hermoso de una belleza más allá de toda descripción, resplandeciendo con amor y entrega.
Estaba muerto, muerto a nuestros pies.
—¿Quién ha podido hacer esto? —gritó un hombre, sosteniendo la mandíbula entre sus manos—. ¿Quién?
Le miré. ¿Quién habría podido matar al Padre? ¿Quién habría causado daño intencionadamente a nuestro resurrector? Miré mi cuerpo corrompido, mis manos sangrantes. Miré con ojos vacíos, sin vida. Y entonces un enorme lamento se apoderó de mí. Un lamento profundo que llenó mi alma. En ese momento comprendí los gemidos, los llantos.
¡Yo! ¡Yo mismo le hubiese matado! ¡Con mis propias manos! ¡Todos lo hubiésemos hecho!
3 comentarios:
Inquietante.
Excelente. Impresionante aspecto de lo que podría ser "resucitar".
Gracias a ambos por vuestros comentarios.
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