Hoy Marta lo mira más despacio, como queriendo averiguar algún sudor retrasado en la comisura de los labios. Al bajar la vista descubre un camino de hormigas cerca de la cabeza y luego vuelve a mirarlo de lleno. Nota cambios en la cara. Se ve más negra, es cierto; ayer los párpados estaban azules, quizás de tanto ver estrellas. Hasta que Marta los cerró con la yema de los dedos, presionándolos un poco para intentar nuevamente revivir esos ojos de felino solitario.
—Soy un hombre solo y el desierto me gusta —le dijo un día, antes de que se mudaran a vivir a la mina abandonada.
Y a ella le da miedo tomar la pala y comenzar a hacer el hoyo. No tiene fuerza para hundirla en esa tierra resquebrajada que aún sigue caliente debajo del cuerpo de su hombre. “Tierra muerta —piensa Marta—; siempre lo estuvo, y nosotros aquí naufragando desde el principio. Hundidos, como si el sol nos hubiese cargado con piedras.
Por eso le da miedo cavar, no está segura, quizás él duerma solamente, aunque ponga su oído en el pecho y lo huela intenso a mar o a conchales, y le sienta un reventar de olas cerca del estómago.
Allí estarían lejos del mundo. Nadie los molestaría, y el cuchicheo de las vecinas se tornaría en viento, el viento de la tarde que azota la piel y el alma, le escuchó decir. Ahora ya no habla, pero Marta le adivina el ulular que se desprende de su boca. “Déjame aquí, mujer, no hagas nada, déjame…” Ella no entiende, cómo no hacer nada sino espantar moscas y lagartijas insolentes; habrá que cavar antes de que oscurezca y llegue la noche desfigurándolo más aún, para que duerma tranquilo sin el brillo anémico de la luna arrastrándose por sus venas; habrá que cavar profundo hasta encontrar el agua que lo despierte y le despelleje el mal sueño. “Dios mío, reza Marta, dame fuerzas, que ya llevo dos días tratando de enterrarlo y él no me deja. ¿No oyes lo que me dice?”. Sin embargo, Marta sigue de rodillas junto al hombre, inmóvil como una estatua desamparada, sintiendo sus pechos insomnes latir y latir al acordarse de que sólo hace una semana retozaba con él cerca de un cactus ciego.
“¿Ves ese cerro blanco?; ahí mismo está la mina. La veta no se ha agotado como piensan los demás. Aprenderé rápido y tú me ayudarás”, le decía entusiasmado. Eso y otras cosas le decía antes de que todo estallara y le dejara ese remedo de hombre, ese cuerpo sangrante que ya no buscaría más vetas que las de su recuerdo.
Ahora el sol se esconde detrás del mismo cerro y Marta tiene frío. Mañana lo hará, hable o no. Casi sin cambiar de posición se acuesta al lado de él, respirando de a poco para no robarle más aire, sin importarle su carne que cambia de color ni los jugos que chorrean sus piernas dinamitadas; sin espantar a la soledad, Marta se duerme con la mano del hombre puesta entre sus pechos.
De La última canción de Maggie Alcázar (Mosquito, 1990).
3 comentarios:
Decir excelente es poco. Fantástico es escaso. Maravilloso, tampoco. Todo junto, tal vez?
Sólo puedo completar esto como Anónimo, pero soy Héctor
Realmente bueno, angustioso, terrible, poético, en síntesis, una maravilla.
Muchas gracias por vuestros comentarios. Ese cuento es más viejo que el hilo negro. Lo publicó Mempo Giardinelli en "Puro Cuento" hace muchísimos años atrás.
Un abrazo, Lilian.
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