lunes, 19 de enero de 2009

Portador - Olga A. de Linares


Estaba frente a mí, empapado, seguramente muerto de frío, y con una expresión de perro apaleado que me conmovió. No pensé, debo confesarlo. Solo así se justifica que lo haya hecho entrar, dejando de lado los saludables temores que, a diario, abonan los noticieros.
Pero, por extraño que parezca, nada en él me inspiraba miedo. A pesar de su aspecto de vagabundo, de su mirada febril, de su evidente desorientación, aunque sospechara que podría tratarse de uno de los tantos locos que pululan en nuestras ciudades impiadosas... no fui capaz de cerrarle la puerta en la cara, dejándolo a la intemperie en esa noche atroz. Tuve que tomarlo de la mano para que se decidiera a atravesar el umbral. Se dejó llevar, como un chico perdido, y cuando lo hice sentar en la cocina para prepararle algo de comer obedeció con la misma docilidad. Mientras se calentaba el agua y buscaba un sobre de sopa instantánea, traté de estimar la edad de mi huésped. No era fácil. Por momentos, daba la impresión de una juventud extrema. Pero en un instante esa percepción cambiaba, y creía ver en él la suma de todas las edades... Tenía el cabello largo, pero tan mojado que era difícil saber su color original. Tampoco recordaba el de sus ojos, a pesar de haberlos visto cuando al regresar del trabajo, lo encontré parado en mi puerta, como si me hubiera estado esperando. No soy un hombre particularmente compasivo. Sí, suelo dar limosnas con relativa frecuencia, pero no por caridad, sino para sobornar a mi conciencia, a sabiendas de que esa dádiva mísera no soluciona nada, y aún así incapaz de comprometerme más allá de ese gesto. No siempre fui así. Hubo épocas en las que soñé cambiar al mundo. Tal vez sea posible, pero yo perdí la fe en ello hace mucho. Y me volví un solitario, alguien que al descubrir que lo que llamamos "realidad" vencía siempre a los sueños, decidió apartarse de ella. Por eso era más bien inexplicable que corriera el riesgo de acoger en mi casa a ese pobre tipo. 
Mientras disolvía la sopa en el agua hirviendo, pensé que si al día siguiente pasaba a formar parte de las crónicas policiales, me lo tendría bien merecido... Sin embargo, al poner frente a él el jarro humeante, descarté de plano que algo así fuera a suceder. En silencio, comenzó a beber la sopa, sin una avidez que yo habría considerado lógica. Lo hacía a sorbos cortos, casi con elegancia, los dedos flacos y largos entrelazados en torno al recipiente como si se tratara de un cáliz. No sé por qué su actitud me retrotrajo a las lejanas misas de mi niñez, al sacerdote alzando la copa ceremonial, a todo aquello que había rechazado al crecer. Incapaz de creer en un dios que permitía tanto dolor e injusticia sin castigar jamás a los responsables, decreté su inexistencia. Y también que, por más cómodo que fuera colocar al bien y al mal en entidades míticas, para culparlas de nuestros fracasos o para esperar de ellas las soluciones que no éramos capaces de encontrar, el horror cotidiano era, sin duda, nuestra creación. Por qué razón volvía a pensar en esas cosas al mirar a mi invitado... lo ignoro. Había pasado más de treinta años sin hacerlo. Pensé en ofrecerle un sándwich de queso, para completar el frugal menú. Esperaba que el pan no estuviera rancio. Tal vez podría tostarlo un poco... eso mejoraría su sabor. Juro que no me moví de la cocina, no tenía necesidad de hacerlo. Así que no tengo idea de cómo salió él de la casa. Solo sé que ya no estaba cuando me di vuelta tras colocar el tostador sobre la hornalla. Me dirán que lo soñé todo y no lo discutiría, si no fuera por el rosario de pequeños charcos que rodeaba la silla, allí donde su abrigo había dejado escurrir la lluvia. Y por lo que había dejado junto al jarro vacío. Ese libro que me desvela y aterra desde entonces, sin que logre saber qué se espera que haga con él. Es imposible para mí determinar su antigüedad, pero es viejo, muy viejo. Contemplo a diario la cubierta que mantiene su secreto milenario lejos de mis ojos. Llámenme supersticioso, y les daré la razón. 
Pero por nada de este mundo me atrevería a romper ni uno solo de los siete sellos que lo resguardan.

1 comentario:

Ogui dijo...

Profundo hasta el final... Todo parece estar sucediendo en casa de uno.