Una risa al revés no es una lágrima, deberíamos haberlo sabido en aquellos tiempos en que caminábamos por las calles del centro de la ciudad conversando de libros y de amores incompletos. Una risa al revés no es la implosión de la risa misma; si bajas la cabeza y miras tus manos te darás cuenta de que la risa es un verbo y que la lejanía comete el acto caníbal del olvido. Todo depende del cristal con que se mire y de los deseos ocultos en los bolsillos de una chaqueta roja, la tuya, recuerda. La risa duele porque no puede asir y yo me río mientras leo esos cuentos de Karen Blixen tan melancólicos y con desgarros de sábanas impecablemente estiradas en una cama suspendida en éter. Esas historias me remiten a ti, a esa tarde donde el cerro Santa Lucía nos despedía con suaves movimientos de hojas. Luego, el subterráneo de los autos, ese olor a tubos de escape, a encierro metálico. La oscuridad nos besó con delirio mientras tus labios tiritaban pegados a los míos y no había nada que decir ni hacer salvo despedirnos sin palabras odiosas y repetidas. Ahí, en un estacionamiento o adentro de tu auto, escuchando las arpas y llamados de ballena de Björk, nacida en Reykjavik, Islandia, ahí, a las 19 horas, articulamos el silencio.
En esas circunstancias en donde la lengua quiere encontrar a la otra lengua perdida y allá abajo crece la desesperanza por el roce de dos cuerpos que se despiden, en aquel momento, digo, el amor fue lo único perdonable, porque nos amábamos, tanto que el corazón dolía como una risa al revés, y queríamos estar juntos, hablar de Castaneda y de los puntos de encaje. Nosotros no encajamos en ningún sitio, no tuvimos un espacio que nos acogiera. Y ese día que hicimos el amor o, mejor dicho, el amor nos hizo, ese día de besos café con leche, pezones alegres y piernas rebeldes, me dijiste que morirías joven y que no había nada que detuviera ese proceso que tú mismo habías fabricado. Pero ya habías muerto arriba de mí, en esa pose precaria, en ese gesto de estar y no estar, mirando fijamente el póster kitsch de montañas nevadas y cascadas idílicas desde el camastro o el gran espejo que nos retrataba con precisión infame. Por ese espejo te perdiste y para siempre, porque cuando busqué fósforos y cigarrillos y te pregunté por el cenicero, tú estabas al otro lado riéndote, diciendo algo que no alcancé a escuchar, una frase inconexa con lágrimas en la lluvia de por medio, pero no podría asegurarlo.
Tomado de http://lilielphick.blogspot.com/
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